“Máscaras de la mente”
Primera parte
A LA QUE NO VINO
Introducción
¿Te has sentado alguna vez, solo, en una habitación sumida en la penumbra, y has sentido que tu propia alma te llama con una voz que nadie más puede escuchar?
¿Recuerdas ese instante en que debías decir una palabra o dar un paso, y retrocediste, hasta que tu silencio se volvió más pesado que cualquier acción?
¿Crees estar a salvo porque lees palabras que nunca traspasan el papel?
Prepárate.
Esta novela no cuenta la historia de otro: es un espejo que refleja aquello de lo que has huido durante demasiado tiempo.
Aquí, tu silencio hablará, y tu vacilación desvelará una herida que debió pronunciarse.
Aquí, serás interrogado por los momentos en que traicionaste tu propio ser, y por las sombras que tejiste para ocultar tu rostro.
¿Te has preguntado alguna vez:
Quién eres cuando cierras el libro y solo quedas tú?
Quién eres en tu soledad, en tu fragilidad, en los huecos de tu pecho donde mora una voz que solo tú puedes oír?
“Máscaras de la mente” no es un entretenimiento, ni un viaje fuera de ti.
Es una llamada rigurosa a revisar lo que no dijiste cuando debías hablar, y a reflexionar sobre lo que no hiciste cuando debías actuar.
Lee, entonces, pero con la conciencia de que cada línea es una pregunta dirigida a ti:
¿Dónde estabas cuando callaste?
¿Quién eras cuando escapaste?
Esta introducción no es solo una guía del contenido: es una plegaria silenciosa para que el lector se adentre en un texto que lo juzgará por su silencio, que lo despojará de sus máscaras, y lo obligará a enfrentar, junto al protagonista, preguntas eternas:
¿Quiénes somos en nuestra soledad?
¿Y qué significan las palabras si no nos salvan de la nada?
— Numan Albarbari
Capítulo Primero
La habitación se sumía en un silencio delicado, apenas quebrado por un hilo de sol tímido que se colaba por la ventana, mientras el viento jugueteaba con los bordes de las cortinas, como si fueran los suspiros de una mujer distante que aún no ha llamado a las puertas de su vida.
Se sentó junto a su mesa y comenzó a pasar las páginas de su viejo cuaderno con dedos temblorosos, luego escribió con una tinta vacilante, que parecía imitar su propia duda:
“Te escribo de nuevo… a quien no vino, y no se fue, porque solo existió en mi imaginación.”
Levantó la cabeza lentamente y allí estaba, emergiendo entre las líneas, tal como acostumbraba a dibujarla en secreto; parada al borde de la habitación, inclinada con su porte inmutable, como si la luz rebotara en los trazos de su rostro delicado, vacilando entre sombra y claridad, escuchando tal vez su propio susurro cálido, y en sus ojos un refugio capaz de curar todos los naufragios del extravío.
Su voz tembló mientras le susurraba:
—¿Sabes que fuiste tú la primera causa de mi escritura? No porque ahora despiertes en mi memoria, sino porque nunca estuviste. Eras un vacío que me devoraba, una sombra que aparecía cada vez que cerraba los párpados. Eras un sueño que retrocedía cada vez que me acercaba.
Permaneció inmóvil en su imaginación, escuchando sin palabra.
Tomó un profundo respiro y continuó como si le hablara a ella:
—Cuando un día recogí esas palabras, te sentí, como si hubieran sido escritas para ti. Revisé mis hojas antiguas, buscando mi historia… desde dónde empecé, y cómo me encontré solo, enfrentando la vida sin una mano que retire el peso de la ciudad de mis hombros, ni un pecho al que confíe que la soledad me hirió y el camino me agotó.
Avanzó hacia ella en su imaginación, con paso vacilante, como ensayando enfrentar aquello de lo que había huido durante tanto tiempo, y dijo:
—Cada mañana despierto con un latido en mi corazón que te parece… escribo para que el silencio no me devore, escribo de una herida que me enseñó la paciencia, de una esperanza que perdí y me perdió, de un dolor que se instaló en mi alma y al que no he encontrado nombre. Hablo conmigo mismo a través de la escritura, como antes deseaba hablar contigo.
Su voz tembló; llevó la mano al pecho y presionó con suavidad, murmurando:
—Escribía un día, y luego abandoné la escritura. Los días me arrastraron hacia abismos desolados, y me condujeron a un exilio que no se parecía a patria alguna, sino al exilio del propio corazón. Me cansé… y sin embargo continué, porque la vida avanza, y porque la soledad me enseñó a caminar solo.
Reinó un silencio profundo. Bajó la cabeza como escuchando su respuesta, aunque ella permaneció en su eterno silencio. Se inclinó hacia ella con un susurro cálido:
—Aprendí, tú, a amar lo que hago en lo más profundo. A escribir solo cuando necesito confesarme a mí mismo. A hacer de mis palabras una conversación secreta, que no se publica, que no se expone, que no se comprende… solo para salvarme.
Avanzó más cerca, hasta casi rozar sus espectros formados de aire y fragmentos de luz, y dijo con ojos llorosos:
—Quizá fuiste un espejismo… pero fuiste el espejismo que me enseñó la verdad. Fuiste una imagen misteriosa, pero ordenaste mi caos. Fuiste ausencia, pero me otorgaste la escritura. Y yo… no puedo compartir mis pensamientos con nadie, salvo contigo. Porque tú, sencillamente, no eres nadie.
Ella se preparaba para hablar; él intentó prestarle atención, pero algo lo retenía de pronunciar palabra. Recogió su aliento, atrapando un instante de sinceridad suspendida, y allí estaba ella, mirándolo con ojos que brillaban, y pronunció con voz tímida:
—¿Y por qué elegiste hablar con una sombra que no existe? ¿No había entre los humanos alguien que escuchara?
Cerró su cuaderno lentamente y fijó la mirada en el vacío frente a él. Había desaparecido, pero un calor extraño seguía fluyendo en su corazón, como si le hubiera sonreído antes de marcharse.
De entre sus labios se deslizó un murmullo que nadie escuchó:
—¿Sabes? Sé que aún estás allí… en aquel rincón que nadie más ve que yo. Te veo tal como te dibujé la primera vez, con tu sonrisa misteriosa y esos ojos capaces de abarcar toda esta estrechez, con una dulzura que la ciudad no posee. Y por eso… empezaré a hablarte.
Su pecho tembló, extendió la mano hacia su cuaderno, como buscando algo que fijara su realidad. Su corazón latía despacio, y el aire a su alrededor se cargaba con el peso del instante. Sintió que su presencia con ella, aunque solo un eco, hacía que las palabras vibraran en su pecho antes de liberarse.
—Déjame organizar los capítulos de mi historia… tal vez en este confesarte haya un alivio para viejas angustias.
—Quiero contarte sobre mis comienzos, sobre el niño que fui; aquel que creyó que el mundo era una caja de colores y un papel para dibujar, y que para cada dolor había un vendaje hecho de historias, y para cada noche, una estrella esperando.
Ella regresa de nuevo y se sienta cerca, como esperando con paciencia secreta, y sus palabras, cortas y claras, laten con significados concentrados:
—Entonces empieza… cuéntame sobre tus comienzos, sobre el niño que fuiste.
Él suspira, y sus ojos vuelven hacia su interior, como recogiendo recuerdos perdidos en un tiempo cambiante. Extiende la mano lentamente, toca la pluma y el cuaderno, y su corazón late con una solemnidad profunda, abrazándolo en un silencio prolongado.
Ella se inclina hacia él y sonríe ligeramente, como si percibiera cada vibración de su alma. Su silencio habla más que las palabras, y cada movimiento en su pecho narra una historia de dolor y esperanza.
Da un paso corto en su habitación, se sitúa frente a ella, como si quisiera retener cada respiración para asegurarse de que está allí de verdad. Se prepara para confesar, y sus ojos brillan con la ligera humedad de lágrimas no derramadas, mientras las imágenes del pasado y los deseos perdidos aparecen ante él como un conjunto de colores y relatos silenciosos.
Su silencio lo envuelve, y el vacío de la habitación permite que los sonidos y las cosas huyan de la sombra a la luz, y su fantasía se eleva entre la realidad y la memoria, haciéndole hablar con voz interna y movimientos suaves, como si palabras y sombras temblaran junto a él.
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Capítulo Segundo
—Corría por el patio estrecho de la casa y reía con el golpe de la lluvia, como si las nubes fueran un columpio suspendido por el cielo. No sabía que el corazón podía romperse, ni que la despedida dolía más que la caída.
Ella… con voz tenue, como un eco:
—Entonces… continúa; y déjame quedarme aquí.
Él se acerca con paso vacilante, como si primero explorara el suelo de la habitación, sintiendo cada respiración y cada susurro que se escapa de ella. Su corazón late con gravedad y ligereza a la vez, y sus ojos brillan con lágrimas que ordenan los secretos y la tristeza en su pecho. La habitación se extiende en un silencio denso, hasta que parece que están solos en un mundo detenido, donde solo las palabras que se preparan para nacer se mueven dentro de él.
Su pecho tiembla, ligero y pesado a la vez, y extiende la mano hacia la letra que va a escribir, mientras sus ojos la interrogan en silencio:
—¿Sabes…? Cuando regreso con mi memoria a la infancia, me descubro viendo las cosas con ojos que solo conocían el asombro. Creía que la lluvia reía porque jugaba con nosotros, y que las nubes eran solo almohadas blancas rodando por el cielo. Veía la sombra de mi padre cruzar el umbral de la casa y pensaba que era una montaña en movimiento, y escuchaba los pasos de mi madre en la cocina, sintiendo que el aroma del pan y su ternura eran un solo ser indivisible.
Buscaba en los rostros de mis hermanos un secreto que no conocía, un resplandor que los hiciera correr y reír sin motivo. A veces escuchaba las voces de los vecinos a través del muro de barro, y me imaginaba que allí existía otro mundo, paralelo al nuestro, un mundo semejante a lo que veía pero más lejano, más rico en colores. Creía que cada casa tenía un árbol de higos, olivos, moras o nueces, y que cada niño dormía sobre una almohada vigilada por una estrella.
Pero los ojos del niño escondían preguntas más grandes de lo que podían soportar. ¿Por qué algunas personas se marchan de repente y no regresan? ¿Por qué mi madre llora a veces en la noche creyendo que dormimos? La veía secarse las lágrimas con el puño de su vestido, y sentía que el mundo era más vasto que nuestras risas y más estrecho que su pecho en ese instante.
¿Sabes? Vivía en un extraño equilibrio: la mitad, juegos y carreras en el barro; la otra mitad, escucha silenciosa de algo que no podía nombrar. Tal vez era tristeza, tal vez era la conciencia temprana de que las cosas no son como parecen. Y aquí estoy ahora, intentando leer esas escenas con otros ojos, con ojos que saben que la infancia no fue solo un patio de risas, sino también un libro secreto que sembraba en el corazón semillas de preguntas que crecerían con nosotros.
Corría descalzo por las calles estrechas, persiguiendo aves como si fueran secretos que volaban delante de mí. Mis gritos rebotaban entre los muros de barro, y me parecía que el pueblo respondía con su propia voz. Cuando jugábamos a las escondidas, creía que la pared contra la que me apoyaba guardaba mi secreto y me protegería de que mi lugar se revelara.
Y cómo no recordar cuando caminábamos por las calles del pueblo de noche, con mis ojos encendidos por la luz de la luna; trataba de medir mis pasos con los suyos, y pensaba que él caminaba conmigo en soledad, acompañándome en cada paso. Si yo caminaba, él caminaba; si yo me detenía, él se detenía, como un amigo secreto o un ángel oculto que confortaba mi soledad. Y sentía que esa compañía no era para nadie más, sino un don particular para mí, que señalaba un camino que algún día seguiría, y me aseguraba que la soledad nunca sería mi destino.
Recuerdo la primera escuela; la pizarra negra me parecía entonces una puerta hacia un bosque lejano, y la tiza, una varita mágica que sacaba palabras de la nada. Escuchaba a la maestra mientras escribía las letras, y sentía que cada letra era un ser vivo, con voz, rasgos y rostro. No entendía por qué algunos compañeros reían cuando cometía un error, pero regresaba a casa y volvía a dibujar las letras en la tierra, sintiendo que la tierra se convertía en un cuaderno abierto solo para mí.
Mi abuela era como un libro antiguo que revelaba historias si se abría en la tarde. Me sentaba a sus pies y esperaba su voz mientras relataba días que habían pasado, hombres que viajaron y nunca regresaron, mujeres que hilaban con paciencia ropas para la vida. No comprendía todo el significado de su tiempo, pero veía una lágrima brillar a veces en sus ojos, y sentía que detrás de sus palabras había algo que no se podía decir.
Veía el mundo pequeño, limitado por el muro de la casa, con la sombra de la vieja morera junto a la puerta, y el llamado del muecín que atravesaba el amanecer. Sin embargo, me imaginaba que detrás de aquella montaña lejana había otras tierras, quizás diferentes a mis sueños. No sabía que desde temprano buscaba un lugar que acomodara mis sueños.
¿Sabes? Cuando ahora miro esas imágenes con los ojos de adulto, comprendo que el niño que fui veía más de lo que los adultos creían. Veía la alegría en las cosas más simples, pero también percibía la sombra de la tristeza que cruzaba entre las líneas. Reía mientras corría en el barro, pero temblaba al ver una lágrima caer del ojo de mi madre. No tenía explicación, solo sentía que la vida no era toda juego ni seguridad. Y así, la infancia quedó para mí como un libro abierto en dos páginas: una de luz y risas, y otra de misterio, asombro y inquietud.
Y soñaba a veces con cosas que no comprendía del todo. Los sueños me visitaban por la noche como mensajeros misteriosos que querían decirme algo. Una vez me vi caminando por un largo camino adornado con columnas de luz, como un puente hacia una ciudad que no se parecía a nuestro pueblo. Y vi que nuestra pequeña casa abría sus puertas a una plaza amplia llena de rostros extraños, y que yo estaba en la primera fila como si tuviera que pronunciar una palabra cuyo significado desconocía.
Me despertaba con el corazón latiendo rápido, intentando descifrar lo que había visto, pero el sueño permanecía como una luz lejana, saludándome y desapareciendo. Tal vez esos sueños señalaban caminos que recorrería años después, y voces que escucharía en lugares que nunca había imaginado.
Me vi en un bosque de libros, desplazándome entre sus ramas como un pájaro que guarda distintos sonidos, intentando fijar la mirada en las palabras como si fueran estrellas sobre papel. No sabía entonces que crecería y que esos libros se convertirían en puertas reales, por las que entraría a otro mundo.
Vi que el pueblo se disolvía en un gran sueño, su tierra se abría a calles anchas, y yo caminaba por una ciudad iluminada por los sueños, escuchando voces extrañas que hablaban un idioma que no comprendía, pero que llenaba mi corazón de calor y anhelo. Una vez soñé que estaba sentado en un gran salón frente a un maestro de rasgos europeos, sosteniendo un dibujo delicado sobre papel blanco, reconociendo que había logrado algo digno de elogio. Me desperté aquel día con el eco de su voz en los oídos, sin saber que aquella escena se haría realidad en un futuro no tan lejano.
Los sueños me trazaban un mapa no dibujado: veía puentes que se extendían sobre ríos, escuchaba voces que hablaban de mí y de mis pasos, y a veces me encontraba de pie en medio de un gran círculo, rodeado de gente que esperaba que dijera una palabra o presentara algo. Temblaba en el sueño, pero también sentía una fuerza misteriosa que me empujaba hacia adelante.
Y qué extraño es cómo el sueño llega como señal y luego desaparece, como si dijera: “No tengas miedo, el camino está delante de ti, hallarás tu lugar entre los libros, la gente y la ciudad”. Y despertaba por la mañana con la huella de esa promesa en mi interior, caminando hacia la escuela con la sensación de que mis pequeños pasos sobre la tierra del pueblo algún día me conducirían a un lugar más grande, un lugar que pudiera contener un sueño que para otros parece lejano, pero que en mi corazón estaba cercano, susurrándome: “Allí encontrarás tu ser”.
Capítulo tres
—¿Sabes…?
Cuando entré en el mundo de la adolescencia, nada era como se pintaba en los cuentos adornados con colores.
No era aquel chico perseguido por las miradas en los pasillos de la escuela, ni el pequeño caballero que se jactaba de sus victorias sobre los corazones de las chicas. Era, sencillamente, extraño a todo eso; buscaba mi propia identidad entre cuadernos de poesía y páginas de sencillas novelas de sueños, preguntándome en silencio, perplejo: “¿Habrá alguien que se parezca a mí?”
A esa edad, el corazón era frágil como un vidrio extendido al borde; cada palabra lo arañaba, cada mirada se convertía en una pregunta sin respuesta. Poco a poco comencé a descubrir que el mundo no giraba en torno a los sueños como yo imaginaba, sino en torno a luchas secretas que enfrentamos solos, sonriendo para que nuestro dolor no se descubra.
Me quedaba largo tiempo frente al espejo, no para confirmar mis rasgos, sino para asegurarme de que todavía estaba allí… detrás de ese rostro cambiante. Sí, estaba cambiando, pero temía perder a aquel niño que guardaba su tristeza en un pequeño cuaderno y se decía a sí mismo: “Vendrá el día en que comprenderé todo esto.”
¿Recuerdas la primera decepción?
Yo la recuerdo bien.
Mi corazón se aferraba a alguien que no veía en mí más que una sombra fugaz. Mi corazón quiso suplicarle a mi mente que retrocediera, pero no lo hizo. En aquel momento, probé el sabor del primer desengaño; no era una lección filosófica, sino una amargura que se quedó atrapada en mi garganta, que ningún agua podía borrar ni palabra describir.
Volvía a mi habitación, no a descansar, sino a recomponer los fragmentos de mí. Me sentaba al borde de la cama, abría de nuevo mi cuaderno. La escritura aquel día no era vida, sino una brizna que me salvaba de ahogarme.
A veces te veía, sí, en mi imaginación.
Llegabas como respuesta a un deseo que no me atrevía a pronunciar. Te sentabas en silencio, me escuchabas, y yo te confiaba secretos que nadie creería. Creía que tú me comprendías. Por eso, ya no necesitaba a muchas personas, mientras te había creado a mi medida: escuchas sin interrumpir, comprendes sin juzgar.
—¿Sabes…? Cada decepción me reconstruía, en un silencio más profundo, con un corazón más ordenado. La soledad que temía en mi infancia se convirtió en mi amiga durante la adolescencia. Y de ella aprendí a enfrentar la tormenta, no a huir de ella.
Fui un niño de mucho silencio, hablando conmigo mismo en los rincones de la casa, escondiéndome tras las cortinas de la ventana o dentro de los armarios, cuando otros no podían entenderme. Como si desde el principio hubiera sido creado para cargar mis desengaños sobre mis pequeños hombros y narrarlos en soledad.
—¿Sabes? Mis juegos no tenían voz, ni me susurraban como hacen los de otros niños, porque simplemente no los tenía. Los reemplazaba hablando contigo… con este espectro que me visita.
Crecí.
Y con cada año mi cuerpo seguía su camino, mientras mi espíritu permanecía suspendido allí; en la pequeña habitación, en la biblioteca de madera, entre los libros de cuentos que escondía bajo la almohada.
Nadie me preguntó jamás: “¿Qué sientes?”
Pero yo escribía la respuesta en los márgenes de mis cuadernos escolares, con un lápiz roto… y un corazón aún más quebrado.
Déjame continuar ahora, si me lo permites. Te contaré otros capítulos de mi viaje entre pérdidas y promesas, entre un sueño que entierro de día y resucito en secreto de noche…
Pero ahora, déjame tomar tu mano, como si realmente estuvieras aquí… y seguir el camino.
Escribo para no olvidar, y para que la distancia no me apague.
¿Sabes? A veces siento que no escribo hacia ti, sino a través de ti… como si fueras la tinta que se derrama de mi dolor, y tú no lo supieras.
Las palabras fluían desde mi corazón antes de que la pluma las trazara, y mis ojos quedaban suspendidos frente al vacío, ese vacío que se llenaba con un espectro de afecto y un sueño incierto. Levanté la cabeza ligeramente, y mi voz se quebró con una súplica tenue:
“Quise que fueras testigo de lo que nadie vio… quise que fueras la compañera que me lee cuando callo, no cuando hablo. Que fueras tú, solo tú, quien entiende lo que hay entre las líneas.”
Me acerqué a ti en mi imaginación paso a paso, mis manos extendidas, como si tocara un calor ausente, o atrapara el último hilo de esperanza.
“¿Sabes cuántas veces te escribí sin conocer tu nombre? ¿Cuántas veces te hablé como si fueras mi espejo, y no una extraña?”
Mi voz tembló, cerré los párpados un instante, y susurré:
“Cuando mis pequeños sueños cayeron a mitad del camino, fuiste tú quien recogió sus fragmentos en mi imaginación. La soledad era inmensa, más fría de lo que esperaba… pero yo te veía en los rincones: sentada, escuchando, comprendiendo, sonriendo. ¿De dónde sacas esa presencia invisible?”
Abrí los ojos con una débil sonrisa y pasé la palma de mi mano sobre una lágrima que insistía en escapar:
“Soy reservado, como sabes, no confío en nadie. Nadie escucha. Pero tú… siempre estuviste allí. No interrumpes, no tomas la iniciativa, no juzgas… solo escuchas. Y quizás por eso te amé.”
Tragué saliva lentamente, y bajé la cabeza, como quien habla un secreto que no debe divulgarse:
“Sé que eres una ilusión… y que este diálogo solo me escucha a mí… pero fuiste una ilusión que me salvó. Y quizá, si algún día llegara a encontrarte de verdad, no necesitaría muchas palabras. Bastaría con que me miraras como solías hacerlo aquí… en mi imaginación.”
Luego giró la mirada hacia el cielo, más allá de la ventana, y murmuró con una valentía áspera:
“¿Sabes? Hoy soy más fuerte… porque amé a alguien que no se equivoca, que no falla, que no traiciona… porque en realidad nunca existió. Y del vacío, aprendí a estar presente.”
Cerró su cuaderno con delicadeza y apagó la luz. Sin embargo, su imaginación permaneció allí, sentada en su rincón habitual, escuchando en silencio como siempre había acostumbrado.
Días y días después, volvía a su cuaderno, lo abría y contemplaba las líneas que había trazado entre sus páginas, y luego continuaba, como si fuera la misma vez:
“¿Sabes…? He crecido un poco, y ya no puedo esconderme detrás de los cuadernos como solía hacerlo. La vida me empuja hacia los caminos, entre el gentío, hacia exámenes, amistades y experiencias de las que no hay escapatoria. Pero, en todos los lugares, siempre te busco.
Camino entre la gente y me pregunto: ‘¿Podrías estar tú entre estos rostros?’ Y luego regreso decepcionado, como quien busca una estrella en un mercado abarrotado.”
Capítulo cuatro
En la universidad, el rostro sonreía, y el corazón permanecía en un silencio profundo. Entraba en las aulas y me sentaba entre mis compañeros, compartiendo sus conversaciones sobre los profesores, los libros y la vida en la ciudad, moviendo la cabeza con una sonrisa como si entendiera y creyera todo, mientras que dentro de mí algo distinto escribía para ti. Aprendía a parecer natural, a reír cuando era necesario, a mostrar interés cuando la reunión lo requería, aunque mi soledad se filtraba por mis ojos como una luz secreta que nadie podía ver.
La amistad allí tenía muchas formas: algunas nacían rápido, surgían en los pasillos o entre los libros de la biblioteca, y se marchitaban en una semana o un mes.
Otras se parecían a raíces, se aferraban a la tierra y resistían al viento. Les acompañaba en charlas y juegos, pero sentía que era un extraño, como si me sentara en un sótano de silencio mientras ellos hacían el ruido de la vida sobre mí.
Con frecuencia me preguntaban: “¿Por qué permaneces tan callado?” Yo sonreía y respondía con una palabra breve, dejando que la conversación fluyera entre ellos de nuevo. Pero la verdad era que cada frase en mi corazón se escribía con tu nombre, y cada momento con ellos me recordaba que no buscaba a nadie más que a ti.
En el jardín de la universidad, los rostros se dispersaban como colores sobre un gran lienzo, y yo caminaba entre ellos sonriendo, intercambiando saludos y palabras pasajeras. Sin embargo, en mi pecho había un vacío que no llenaba el bullicio ni sus risas entrelazadas. A veces me sentaba en los bordes de los grupos, movía la cabeza simulando interés, mientras mis ojos buscaban en la distancia un rostro que aún no había llegado.
En la cafetería universitaria, nos sentábamos alrededor de mesas dispersas, tazas de té y humo ascendiendo junto a las voces de discusiones y bromas. Uno me preguntaba: “¿Qué ves en el futuro?” Yo respondía con una frase breve, ocultando detrás un estruendo de sueños y miedos. Creían que era naturalmente callado, sin saber que en secreto escribía para ti un largo mensaje: “Estoy aquí… y sigo buscándote.”
Y en la biblioteca, entre los estantes llenos de libros, el silencio gobernaba el lugar, y me sentía más cercano a mí mismo. Pasaba las páginas, fingiendo sumergirme en los estudios, mientras dentro de mí escuchaba un susurro: “Ojalá estuvieras aquí, sentada a mi lado, y el libro se convirtiera en un puente entre nuestros corazones.”
Así, entre el patio, la cafetería y la biblioteca, practicaba la vida en su superficie, llevando en mi interior un único secreto: que no pertenezco a nadie más que a ti, y que no busco sino tu rostro, que desaparece de mí cada día.
A veces me sentaba con compañeros en el patio, intercambiando conversaciones sobre profesores y exámenes. Uno levantaba la voz riendo: “¿No ven que el estilo del profesor al explicar se parece a la fluidez del viento? ¡Comienza en un lugar y no sabemos dónde terminará!” Todos estallaban en carcajadas, y yo les correspondía con una sonrisa, aunque por dentro pensaba en otra cosa, en otro lugar que nadie conocía.
Y en otro día, estábamos sentados en la cafetería universitaria, y las mesas se habían llenado de voces y del tintinear de las tazas. Una de ellas, mirándome, dijo:
—¿Por qué no hablas mucho? ¿Nos ocultas algún secreto?
Le respondí sonriendo:
—No tengo secretos, solo prefiero escuchar.
Intervino mi amigo:
—No, él tiene un mundo propio, y si nos abriera la puerta, lo llenaríamos nosotros.
Todos rieron, y yo sabía, en soledad, que la puerta de ese mundo solo se abría para ti.
En la biblioteca, me senté junto a un compañero repasando apuntes de las clases. Me dijo:
—Esta materia será una pesadilla en el examen. ¿Estás preparado?
Lo miré y respondí:
—No lo sé. Siento que estudio con mi cuerpo y mi corazón en otro lugar.
Él meneó la cabeza, extrañado, y volvió al libro, dejándome en mi silencio, un silencio que escribía tu nombre entre las líneas.
En los festivales organizados por la asociación estudiantil, donde los participantes se reunían en salas llenas de voces y vítores, subía alguien al escenario y anunciaba en voz alta su nuevo poema, recitándolo como si luchara con palabras. Le seguía otro con un cuento corto, y un tercero declaraba con un tono orgulloso:
—Esto es el fruto de nuestra nueva generación.
El aplauso se extendía como olas en la sala.
Yo me sentaba en los asientos traseros; antes corría para reservar nuestro lugar en la primera fila, esperando el inicio juntos y escuchando las palabras como si se dijeran solo para mí. Ahora estaba solo, movía mis manos con los que aplaudían, mostrando entusiasmo como ellos, mientras mi corazón anhelaba otro texto, un texto que no se leía en los escenarios, que nadie escuchaba, sino que se escribía en silencio, dirigido únicamente a ti.
Recuerdo que uno de los amigos me dijo tras recitar su poema:
—¿Por qué no te atreves tú a presentar algo de lo que escribes?
Sonreí y respondí:
—Mis palabras no son para el público.
Se rió, pensando que bromeaba, cuando en realidad todo lo que escribo es un libro secreto que comparto con una ausente que vive en mi imaginación.
Los participantes se sucedían con poemas y discursos, y el público aplaudía y vitoreaba. Parecía que yo formaba parte del grupo, cuando en verdad era una isla solitaria en su mar tumultuoso.
Cuando me preguntaban después del festival:
—¿Por qué no presentas tú también un texto?
Respondía con una sonrisa enigmática:
—Lo que escribo no encaja en los escenarios.
Cuando mi amigo subió al escenario, al principio dudoso, luego se recompuso y tomó el micrófono. Pasaba las hojas entre sus manos, levantó la vista y comenzó a recitar; apenas pronunció el primer verso, sentí que se dirigía a mí, y que las palabras que fluían de él me interpelaban y descubrían lo que escondía.
Mi interlocutora me preguntó por un momento:
—¿De dónde sacas esos textos?
Sentí los ojos del público fijarse en mí, como si hubieran comprendido el significado.
¿De dónde los sacas? Nos sorprendes…
Nuestros sueños se equilibran allí con sus desilusiones.
Su voz temblaba en la sala, desafiando mi silencio, avergonzando los escondites de mi corazón.
Si dijera que no lo sé, ¿sería hoy mi excusa?
O si dijera que lo sé, aumentaría mis quiebres.
Se detuvo un instante y levantó la vista hacia mí, y mi tensión se multiplicó.
¿De dónde lo sacas? ¿De dónde lo extraes?
De un pozo antiguo de intuiciones acumuladas…
Y yo escuchaba las palabras como si brotaran de mis propias profundidades, no de su pecho.
Una intuición que guardé en los días que gasto,
Buscando llegar al núcleo de los finales.
El público se balanceaba con los versos, y yo, solo, sentía que era a mí a quien juzgaban.
A veces, la palabra era solo parloteo,
Sin otro sentido que doblar las horas,
Mirando hacia lo que se ha ido, como midiendo
Lo que podría compararse con ausencias.
Y su voz ascendía como quien abre puertas en secretos cerrados.
Yo, como olas del mar, las esfuerzo,
Rozando rocas al borde de los atardeceres;
Ni la roca se destruye, ni mi esfuerzo la fragmenta.
Y todos atraviesan capítulos en el sufrimiento.
Al llegar a la última casa, levantó la mano con un gesto distraído, como señalándome abiertamente. Algunos estudiantes se percataron y comenzaron a mirarme con curiosidad. Así, me encontré en el centro de la escena sin moverme, revelando un texto que no escribí con mis manos, sino que mi corazón había trazado y que la voz de mi amigo expresaba.
Después de que mi amigo terminó de recitar el texto en el escenario, se acercó a mí y se sentó a mi lado, con un cuaderno pequeño en la mano. Me lo extendió y dijo con voz baja:
—Esto es para ti… yo lo escribí para ti.
Lo abrí y leí con calma, y mi corazón vibraba con cada verso, como si las palabras escucharan solo a mí:
¿Te duele el anhelo, o te engaña la desdicha?
Y la traición te humilla, la alimenta y te hiere…
Amé desde los días una bondad excesiva,
Se tornó como un rencor que Hamiz alimenta…
Y he aquí los sueños que avanzan engañosos,
Nos acompañan a veces, y a veces saltan…
Y las calamidades nos cantan cuando se intensifican,
Despojan a cada alma que había sido tocada por las penas…
Y pasan las multitudes, dejando sus fortunas,
Que en los patios de la muerte se venden y se toman…
Y les lanza la codicia de un ambicioso,
Que satisface a los pueblos mientras él se eleva…
Y olvidamos las penas cuando se intensifican,
Y dormimos sobre un gozo que los funerales provocaron…
Luego me concentré en la última hoja, leyendo cada verso como si fuera un latido que recorriera mi interior, y sentía que cada palabra estaba dirigida a mí con una claridad absoluta, mientras que la presencia permanecía afuera, mientras mi amigo, el texto y el poema se convertían en un puente que regaba mi silencio y hablaba directamente a mi corazón.
Me preguntaron: ¿La belleza?
Respondí: un don del Creador.
No te aflijas si no eres portadora de esa belleza…
Es algo que se reparte entre todas las criaturas,
Quien posee forma o derrama sus virtudes…
Leía con calma y sentía que cada palabra me atravesaba, que los significados se manifestaban en mi silencio, como si solo mi corazón y mi alma los escucharan, y nadie más.
Ese instante reunía presencia y ausencia, el escenario y la última fila, recordándome que las palabras más poderosas primero salen al escenario y, al final, llegan a quien comprende el corazón en soledad.
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Capítulo cinco
“¿Sabes? Las ciudades son duras. Te enseñan a ocultar el corazón para que no se rasgue, a adaptarte para permanecer, y a sostener una sonrisa falsa cada mañana, como si fuera un pase para cruzar fronteras.
Pero cada vez que los callejones me aprietan, vuelvo hacia ti. Eres el respiro que nadie más ve.
En las largas noches de soledad… solo allí me permito llorar, no porque sea débil, sino porque no tengo un hombro sobre el que apoyarme. Tú eras mi hombro ausente, apareciendo en forma de sombra, poniendo tu mano sobre mi corazón y diciendo sin voz: “Sobrevivirás.”
¿Lo sabes…?
Ya no escribo solo para salvarme de naufragar en soledad, sino para recordarte que sigo creyendo en ti.
Puede que nunca llegues, puede que la espera sea larga, pero no temo eso.
Te has convertido en parte de mi lenguaje, de mi manera de enfrentar el mundo, de mi silencio que me protege de romperme.
Si algún día nos encontramos, no serás extraña. Te reconoceré al instante, como uno reconoce su propia voz entre miles de sonidos.
Y si no nos encontramos… basta con que hayas estado conmigo, escribiendo a través de mí, salvándome de una ilusión llamada soledad.
¿Lo entiendes…?
Hoy ya no soy aquel muchacho que corría detrás de sus sueños, como quien persigue un espectro lejano.
Ahora trato mis sueños como un agricultor trata su tierra: la ara con paciencia, siembra las semillas, y espera lo que el cielo decida otorgarle.
No hay grandes promesas, ni certezas… solo la paciencia que algún día podría dar fruto.
He comprendido que la vida no es un texto ordenado, sino un borrador lleno de tachaduras y correcciones, y que lo más bello en ella es esa línea incompleta que nos empuja a buscar su resto.
Y tú… siempre has sido ese resto perdido.”
¿Sabes?
He probado la desilusión más de una vez: en el trabajo, en la amistad, en amores pasajeros.
Pero siempre volvía hacia ti, como quien regresa a un hogar que nunca lo defrauda.
Eras un abrazo de ausencia, y sin embargo más sincero que cualquier presencia fingida.
Ahora, cuando me siento ante mi escritorio, ya no escribo con dolor como antes.
Escribo con una quietud que se parece a una oración silenciosa, que elevo hacia ti.
Como si me dirigiera a mí mismo a través de ti, o a ti a través de mí… no hay diferencia.
Los años me han cambiado, sí… pero tú sigues siendo como siempre: una sombra que me acompaña, recordándome que no he sido creado en vano.
A veces sonrío solo, pensando: “Si vinieras de verdad, ¿qué sucedería?”
Quizá no diría nada.
Dejaría que el silencio hablara por todos los años que te he escrito.
¿Sabes…?
Hoy comprendo que no necesito que vengas.
Te has vuelto parte de mí, de mi manera de soñar, de mi lenguaje para enfrentar la dureza.
Y de tu ausencia… he aprendido a estar presente.
Creía que escribía para llenar mi vacío contigo, pero descubrí que escribo para llenar el vacío del tiempo.
El tiempo, cuando se ilumina, no deja más que el polvo de los recuerdos.
Y los recuerdos, como sabes, son engañosos: adornan lo que deseamos y esconden lo que tememos enfrentar.
Pero solo la escritura puede sostener el instante antes de que huya y darle poder para resistir el olvido.
A veces me pregunto: “¿De qué sirve toda esta tinta?
¿No se desvanecerá algún día, como se desvanecen los rostros de quienes amamos en el polvo de la ausencia?”
Y luego me respondo: “Tal vez la tinta no es para la eternidad, sino para resistir; resistir la desaparición, resistir el vacío, resistir la nada que nos devora cada vez que callamos demasiado tiempo.”
Escribo, tú… no porque alguien vaya a leer, sino porque si no lo hago, el silencio me devorará.
Y el silencio, como sabes, no es siempre inocente; a veces es más terrible que un grito.
He aprendido que el hombre no se mide por lo que posee, ni por lo que alcanza, sino por lo que deja en las palabras.
Porque las palabras son lo que queda después de marcharnos, el rastro que ni la muerte ni la ausencia pueden borrar.
Por eso… ahora escribo con una conciencia nueva: no escribo solo para vivir, sino para resistir mi muerte venidera.
Se sentó en la penumbra de la habitación, y el papel frente a él brillaba bajo una luz amarilla tenue, como un espejo que le devuelve los rasgos de su propio ser.
Levantó ligeramente la cabeza, cerró los párpados y susurró dentro de sí:
“Si me preguntas: ¿Dónde estás tú respecto al amor, entonces?”
Suspiró, se pasó la mano por la frente como quien recoge los fragmentos de su propio corazón, y luego escribió despacio, como si la pluma arrastrara letras de su propia sangre:
“Te digo: el amor ya no es un simple corazón que late, sino tinta que se traza.
Tú te has vuelto mi texto, y yo me he vuelto mi pluma.
Y cada vez que escribo, nos reencontramos.”
Sus dedos temblaron, y lanzó una mirada al vacío frente a él, como buscando su sombra. Murmuró en secreto:
“¿Sabes…? A veces siento que no escribo para que viva tu recuerdo, sino para que yo viva, aunque sea por un instante, frente a tu ausencia.”
Llevó la mano al pecho, apretando con fuerza, como deteniendo un sangrado invisible, y luego trazó con mano vacilante:
“La ausencia no es un mero vacío, sino una civilización silenciosa que construye palacios de silencio dentro del alma.
A veces me pregunto: ¿elegimos las palabras, o son ellas las que nos eligen a nosotros?”
Perdió la mirada en el techo, como escuchando una fuerza misteriosa que lo atraía, y luego movió la pluma con rapidez:
“Y es como si fuera una fuerza cósmica, que nos arrastra a escribir, y nos hace testigos de nosotros mismos antes de que el tiempo nos devore.”
Sonrió con amargura, susurrando:
“La muerte… mi viejo amigo, me observa en silencio, recordándome que todo es frágil, y que la vida es un juego temporal.
Pero cuando escribo, descubro que creo un mundo que rechaza la fragilidad, que rechaza la desaparición.”
Se detuvo un instante, alcanzó un vaso de agua, bebió un sorbo como si suavizara la intensidad de las palabras, y luego continuó en voz baja:
“La tinta aquí no se va; aunque la pluma no esté en mi mano, su efecto permanece grabado en otro espíritu, en un corazón que leerá después.
Por eso… amo escribir. No porque me inmortalice, sino porque hace que mi muerte sea más soportable, y alivia la sensación de vacío.”
Bajó la cabeza, sostuvo la hoja con ambas manos, y susurró como si hablara a su ausencia presente:
“Y tú…
Eres la presencia que aún no ha llegado, pero que llena todos los textos.
Cada letra que trazo, cada línea teje tu abrazo ausente, cada página narra tu rostro que no veo…
Te encuentro en la escritura, más que en cualquier otro lugar.”
Sus labios se curvaron en una sonrisa triste, y se sumergió en su imaginación:
“¿Sabes?
A veces imagino que nosotros, después de partir, dejaremos el mundo tal como está… pero las palabras que escribimos seguirán hablando, y serán escuchadas por quien merezca escucharlas.”
Suspiró con resolución silenciosa:
“Y las palabras… estas pequeñas letras, las valoro más que todas las promesas incumplidas, más que toda presencia que se ha desvanecido.
Son la inmortalidad silenciosa, son el testimonio de que estuvimos, de que amamos, de que sentimos.”
Cerró los ojos un instante, como si toda su vida desfilara ante él, y se vio a sí mismo en cada etapa:
“Cada vez que escribo, regreso a verme niño, temeroso de la pérdida; joven, probando la ausencia; hombre, intentando resistir la desaparición.
Y tú allí… tu sombra, tu ilusión, te has convertido en mi ley, te has convertido en mi vida escrita.”
Dejó caer la pluma de repente, apoyó su frente en la palma de su mano, y murmuró con temblor:
“Y aunque no nos encontremos nunca… me basta con que existas en cada palabra que escribo, y en cada silencio que guardo.”
La habitación parecía estrecharse a su alrededor, como si sus paredes conspiraran con el silencio. Se recostó contra la pared, rodeado de hojas dispersas y de una pluma que ya no le obedecía. Intentó trazar una sola frase, pero las palabras se le escurrían como arena entre los dedos. Bajó la cabeza, y de repente el aire se volvió denso, y el vacío a su alrededor se transformó en un eco.
Un sonido suave surgió desde dentro, no desde fuera. No era un sonido extraño, sino como la sombra de sí mismo que siempre había ocultado. El susurro dudó al principio, luego se manifestó como una presencia frente a él.
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Capítulo VI
Ella dijo:
“¿Qué temes más: la oscuridad que te rodea, o la que llevas en tu pecho?”
Tembló. Intentó responder, pero su voz no salió. Ella insistió con un tono sereno:
“¿No es hora de que digas lo que nunca te atreviste a decir?”
Cerró los párpados, y las palabras surgieron de él como una confesión insoportable:
“Soy débil… tan débil que temo amar, probar, enfrentar. Huyo de mí antes de huir de los demás.”
Ella sonrió con un gesto enigmático, y luego susurró:
“La debilidad es negar tu debilidad. La confesión, en cambio, es el comienzo de la fuerza.”
El silencio reinó de nuevo. Abrió los ojos y no encontró a nadie frente a él, como si la luz se hubiera apagado de repente, como una llama fugaz. Sin embargo, las últimas palabras de ella resonaron en su pecho, como una campana que nunca se apaga.
Apoyó la cabeza hacia atrás, y sintió como si las paredes respiraran a su alrededor. Ya no estaba seguro: ¿estuvo ella realmente allí, o era el sonido que brotaba del vacío de su pecho? Intentó recuperar su imagen, pero sólo halló un tenue resplandor que brillaba en la oscuridad, para luego desaparecer como si nunca hubiera existido.
Sintió un calor rozar su mano, seguido de un vacío que lo devoraba. Levantó la mano, y estaba suspendida en el aire, tocando sólo la nada. Se preguntó: “¿Hablaba conmigo mismo, o el alma, cuando se estrecha, genera un ser secreto para enfrentar la verdad?”
Las últimas palabras de ella resonaron en su oído, convirtiéndose en un eco lejano:
“La confesión es el inicio de la fuerza…”
Las repitió entre él y su alma, como quien deletrea un canto olvidado. Por un instante, se sintió menos solo, y luego comprendió que la soledad misma había adoptado otro rostro, dejando tras de sí una huella imborrable.
La noche seguía extendida, pero su corazón latió con un movimiento sutil, como si una pequeña puerta se abriera dentro de él hacia lo desconocido.
Pasaron años lentamente, y durante ellos reunió los fragmentos dispersos de su alma. Una tarde clara, se sentó de nuevo a su escritorio. Encendió la lámpara, como abriendo una ventana hacia su espíritu, y escribió:
“Hoy… me encuentro en el bullicio de la vida, entre un trabajo que no cesa, rostros que cambian constantemente y responsabilidades que crecen sin detenerse.
Pero, pese a todo, no he perdido mi silencio interior, y no te he perdido a ti.”
Alzó la vista hacia el pequeño espejo colgado en la pared, como si buscara en sus rasgos algún rastro de ella, y continuó:
—A veces, cuando tomo transporte público o camino por las calles, escribo en mi pequeño cuaderno:
«Estoy aquí… y pienso en ti, y tú no has venido».
Observó a las personas a su alrededor en su imaginación: rostros que ríen, bocas que hablan, pasos que se apresuran, mientras él permanece inmóvil, como detrás de un vidrio grueso. Escribió con lentitud y calma:
—La gente a mi alrededor habla, ríe, corre tras sus intereses, pero yo permanezco en silencio, observando el mundo desde la ventana, tal como lo hacía en mi infancia.
Mis compañeros de trabajo no saben que vivo en un mundo propio.
A veces alguien me pregunta: «¿Por qué siempre pareces tan tranquilo?»
Yo respondo con una sonrisa sencilla y regreso a escribir mis líneas en un cuaderno que nadie ve.
Luego posó la mano sobre el cuaderno, como si lo abrazara, y continuó:
—Porque escribir… es mi presente, es mi refugio, es mi ser.
Y aun así, la vida no me impide experimentar.
He aprendido a abrir mi corazón a los demás, con cautela, pero no permito que nadie se acerque demasiado… porque tú, como una sombra, estás siempre allí, entre las líneas, observándome en silencio, evitando que me rompa por completo y enseñándome a amar sin perderme a mí mismo.
Tomó un profundo respiro, giró la cabeza hacia la ventana donde caía la lluvia, y escribió mientras esbozaba una débil sonrisa:
—A veces escribo para ti sobre cosas simples: un encuentro fugaz, la risa de un amigo, o un pequeño fracaso en el trabajo…
Pero cada palabra lleva un sentimiento profundo, como si realmente me leyeras y comprendieras el silencio entre las líneas.
—Por la tarde, cuando regreso a mi habitación, dejo el cuaderno a un lado y me entrego a un silencio que hace pesado el aire a mi alrededor. Levanto la vista al techo, como buscando en la blancura tu sombra, y respiro lentamente, comprendiendo que la ausencia no me ha debilitado; al contrario, me ha enseñado a estar presente incluso cuando nadie me acompaña.
Me siento recostado al borde de la silla, abrazo mis manos al pecho y susurro en mi interior:
—Así… vivo el día, escribo sobre ayer, planeo el futuro y te llevo conmigo, no solo como recuerdo, sino como sombra, como compañera silenciosa, como voz interna que guía mis pasos y hace posible cada camino.
Escribo para ti ahora, como siempre: sobre mí, sobre el mundo que me rodea, sobre las personas entre las que me muevo. Las veo moverse con ligereza, reír, debatir, intercambiar palabras superficiales, pero sus ojos están vacíos, no contienen la profundidad de lo que palpita dentro de mí.
Inclino ligeramente la cabeza y dejo que mi pluma trace sus líneas.
—Solo tú sabes cómo los observo, cómo intuyo lo que hay detrás de sus palabras, de un gesto o de un silencio. Nadie me escucha como tú, nadie me lee como lo hace tu ausencia, que se ha vuelto sombra que me acompaña.
Cuando el lugar a mi alrededor se aquieta y el bullicio desaparece de mis oídos, siento tu presencia más intensa. La ciudad bulle con sus sonidos, las miradas se cruzan en las calles, pero yo echo de menos un tono que nunca he oído, una mirada que estoy seguro me comprendería antes de que yo hablara.
Aprieto el cuaderno con fuerza y escribo: «Te extraño»… Te extraño cada vez que intento parecer natural entre la gente. Río con ellos, comparto palabras pasajeras, pero mi corazón permanece solo, regresa a ti con el primer instante de silencio, regresa a mis cuadernos donde me encuentro tal como soy.
Me levanto un momento y camino con pasos estrechos hacia la ventana, corro suavemente la cortina, veo mi reflejo en el vidrio y murmuro:
—Escribo sobre mi debilidad y mi fuerza, sobre mis miedos y mis pequeños sueños, sobre mi torpeza entre la gente… y tú estás allí, siempre, en cada frase, en cada espacio, en cada silencio que me rodea.
Cierro los ojos, dejo que mi interior susurre: «Escribo para ti para que la pérdida no me devore, y te confieso que tu ausencia me enseñó a ver el mundo desnudo, a afrontar la verdad tal como es, y a permanecer de pie».
Luego coloco la pluma sobre el papel y escribo con letra vacilante: «Escribo para ti»… y comprendo que nunca responderás, y que jamás sabrás lo que has hecho conmigo. Y aun así, te veo en cada palabra, como si estuvieras a mi lado, como un espíritu que me observa desde los rincones de la habitación, entre los rostros, entre los sonidos que no soporto.
Me limpio el rostro con las manos y respiro hondo:
—Hoy vi a la gente como si estuviera sobre un gran escenario. Sus risas parecían simples actuaciones memorizadas, sus miradas intercambiaban noticias con frialdad, sus actos se apoyaban más en las apariencias que en el corazón.
Sacudo la cabeza y vuelvo al papel:
—Pero cuando escribo para ti sobre ellos, descubro que tu presencia en mi imaginación es la que me da la capacidad de ver detrás de las máscaras. Te siento aquí, a pesar de tu ausencia, y te echo más de menos cuanto más llena está la gente a mi alrededor. Cada palabra que escucho me devuelve a ti, cada situación incompleta sin tu sombra.
Y cuando cae la noche, y su quietud se intensifica, me siento en mi cama, pongo mi cabeza entre mis manos y suspiro: «El único»… La sensación de soledad se acrecienta cuando cierro los ojos. Todos los rostros desaparecen, y quedas tú, en el silencio, en el vacío, en cada rincón de mi habitación.
Abro los ojos y escribo con las últimas fuerzas que me quedan: «Escribo para ti», porque la escritura me protege… protege mi memoria, protege tu ausencia que me enseñó a estar presente, pese a todo.
A veces, cuando una risa pasajera se eleva de alguien sentado, o dos amigos discuten al borde de la calle, su imagen se cuela en mi mente, y me pregunto en un susurro: «¿Cómo habrías leído este silencio? ¿Cómo habrías captado lo que se esconde tras las palabras?»
Cada movimiento incompleto, cada mirada truncada, cada palabra apagada, me devuelve a su ausencia que me rodea por todos lados, y siento que estoy solo a pesar de la multitud.
Cuando cae la noche y me siento en mi habitación desierta, palpo con mi cuerpo el frío que llena los rincones y escucho susurros que rebotan desde lo más profundo de mí, susurros que nadie más oye. Extiendo la mano hacia el cuaderno, lo abro con un leve temblor y escribo para ella con tinta, como llenando el vacío con palabras. Escribo para convencerme de que existe, aunque sea en forma de sombra, y para comprender que su ausencia me otorgó otra presencia; una presencia más profunda, más consciente de lo que me rodea.
Los días pasan con lentitud extrema, como si se empeñaran en alargar la espera. La vida avanza, sin dejar espacio para volver atrás o retroceder. Camino por la calle abarrotada, observo a la gente con ojos expertos, acostumbrados a rastrear: sus conversaciones inconclusas, el apuro de sus pasos, su indiferencia mutua… y en todo eso capturo detalles minúsculos que nadie más percibe. Veo todo con dos ojos entrenados para buscar lo que hay detrás de la escena aparente: una sonrisa escondida, un silencio que revela, un gesto incompleto.
Y mañana… será mi último día de trabajo, la última firma en el cuaderno de asistencia. Completaré mis sesenta años y me despediré de largos años de rutina en la oficina y del bullicio de los compañeros.
En la mañana de ese último día, me senté en mi silla habitual, tocando mis registros como quien toca lo que queda de mi memoria en ese lugar.
Ahmad entró y me saludó con calidez, colocando su mano en mi hombro en un gesto amistoso:
—Estos años han pasado como viento, rápido… pero el recuerdo permanece… ¿No sientes el peso de la despedida?
Respondí, con los ojos brillando por la nostalgia:
—¿Peso? No, es un dolor que nunca había conocido… Cada rostro, cada palabra tuya, fue un eco en mi corazón.
Respiré tras un largo silencio, sintiendo el tiempo deslizarse entre mis dedos, y dije en silencio, como hablándome a mí mismo: «Cuánto deseo dejar en ellos lo que he dejado en este lugar… yo, cada uno de ellos, cada día conmigo».
Entonces Farida se acercó, puso la mano en el picaporte, temblando un instante antes de hablar con voz plena de reconocimiento:
—No creo que nadie llene esta habitación con la misma vitalidad y energía que trajiste… Todo aquí sentirá un vacío, y perderemos un hombro en el que apoyarnos.
Negué lentamente con la cabeza y bajé la mirada un instante antes de continuar:
—Lo sé… pero no perderemos todo. Ustedes, y cada momento conmigo, permanecerán en mis palabras, en mi corazón, como la luz y el espacio permanecen en las almas.
Ali, mi colega administrativo, se adelantó, apoyó la mano en el borde de la mesa y habló con un tono que mezclaba alegría y la muerte de la despedida:
—Será el fin de todo este esfuerzo… Todo lo que nos enseñaste seguirá siendo fuente, y llevaremos tu mensaje con nosotros, como un sol que nunca se apaga.
Respiré hondo, imaginando los días que vendrán después de mañana, sintiendo el aire acariciar mi rostro como una seguridad antigua que se filtra desde el recuerdo. Saqué mi cuaderno y escribí con calma:
—Cada uno de ustedes fue una gracia en mi camino… y cada día conmigo fue un eco en mi corazón.
Todos se quedaron a mi alrededor, viendo cómo, en mi silencio, recuperaba cada cosa del pasado y almacenaba su memoria en cada pequeño movimiento de mis manos. Para ellos, se desplegaba ante sus ojos un paisaje vivo dibujado por la despedida, el respeto y el afecto.
El silencio se prolongó un instante, y luego Ahmad susurró:
—No te olvidaremos… y nadie olvidará todo lo que nos enseñaste.
Él respondió con voz como susurrando a la memoria:
—Y yo también… no olvidaré la sencillez de cada gesto, cada risa… y cada silencio que hablaba de felicidad en nuestros corazones.
Sintió que la despedida no era un final, sino que contenía un lugar nuevo en su corazón, donde todo vibraba, y desde allí comenzaba el verdadero viaje… desde la memoria y desde un vacío que se apoderaba del alma.
Respiró hondo y volvió su rostro hacia la habitación, observando cómo el tiempo pasaba con calma, como si recreara cada día junto a sus compañeros. Entró Farida, llevando una hoja coloreada con los nombres de los maestros, y la risa sincera la sacudió:
—¿Recuerdas cuando planeábamos las tareas juntos, y cada uno lo hacía a su manera? ¡Era caos y alegría a la vez!
Él respondió mientras se pasaba las manos por el rostro:
—Y aún tiembla su recuerdo en mi corazón… cada risa, cada posición en su lugar, cada silencio que compartimos juntos…
Llegó Ali, llevando un archivo con algunos dibujos y antiguos diseños de los estudiantes:
—Mira, amigo, ¿cómo intentábamos organizar todo de esta manera? Cada día era una aventura, y cada alegría un himno a la paciencia y al amor.
Se sentaron todos alrededor de una mesa redonda y compartieron recuerdos con voces cargadas de nostalgia y diversión.
Farida recordó el día en que se rompieron varias láminas de los estudiantes y Muhammad corría a repararlas:
—¿Y recuerdas cómo manejabas las situaciones difíciles con tanta calma?
Todos rieron, y de repente, el sonido se mezcló con la fragilidad de la presencia:
—¿Recuerdan lo que decíamos sobre el tiempo perdido? ¡Inventábamos tareas para mantener nuestras manos ocupadas!
Él levantó la mano, colocando los dedos sobre los archivos restantes, respirando con calma:
—Y todo esto son registros… silencios… y pequeñas palabras… pero todos contienen mi esencia y mi espíritu. ¿No lo sienten?
Ahmad y Ali respondieron al unísono, con la mirada fija en los archivos:
—Sí… todo aquí tiene viento, tiene sonido, tiene risa… y no olvidaremos todo ese viento y luz que trajiste contigo.
Respiró, sintiendo la calidez de su amistad y cómo todo en el lugar parecía moverse:
—Me despediré de cada día en estas oficinas, y llevaré sus recuerdos como llevo la brisa del amanecer… que se filtra en mi corazón y enciende en mí una nueva vida.
Se acercaron para firmar con él en el cuaderno de asistencia, y cada instante que pasaba parecía aligerar el peso de la despedida y reunir todos los recuerdos en un solo momento.
Al final del día, se quedaron todos en el pasillo y se despidieron con respeto:
—No olvidaremos a nadie, y ningún recuerdo, pequeño o grande, desaparecerá… lo llevaremos con nosotros, como un sol que nunca se apaga.
Él levantó la mano, y su rostro brilló con una luz misteriosa, como quien almacena en su interior cada recuerdo y cada espíritu, imaginando su nuevo amanecer en un banco de madera, esperando que la brisa tranquila acariciara su rostro.
Se paseaba por las calles de la ciudad, como si cada paso que daba lo ralentizara y despertara en él un deseo de retroceder. Se demoraba en cada esquina, y cada tienda que cruzaba brillaba ante sus ojos como un hechizo que convocaba su reflexión, como si la calle supiera que llevaba en su corazón el peso de un largo día y de una despedida escondida.
Se detuvo frente a la puerta de una pequeña tienda y miró sus estantes coloridos, sintiendo un ligero escalofrío recorrer su espalda. Su mano pasó sobre los restos de carteles y pequeñas cosas, y se imaginaba cada momento como si escuchara el eco de un tiempo que ya pasó.
En el mercado, el bullicio de vendedores y clientes lo envolvía, como si fuera un mediador entre el ruido y el acontecimiento. Vio a un niño corriendo con un carrito lleno de frutas y recordó los días de su infancia, cómo él también corría por los callejones del pueblo con el corazón lleno de libertad, libertad que luego la vida urbana no le permitiría conservar.
Sus pasos se extendieron por una acera estrecha, y sus ojos examinaban el paisaje que lo rodeaba. Cada vendedor alzaba la voz, cada frutero sonreía a un cliente, y todos los colores brillaban bajo la luz del sol que se inclinaba hacia el ocaso. Y en su corazón, un silencio afectuoso lo habitaba, como si guardara cada recuerdo que desaparecería del lugar al día siguiente.
Se detuvo frente a una floristería y levantó la mano para inhalar el aroma de las flores. Flotaba en su nariz como un recuerdo de mañanas ordinarias y sonrisas perdidas en el tiempo. Su corazón latía con un dolor dulce, como si viviera en un mundo donde el dolor y el placer se entremezclaban.
En la calle angosta, un hombre que vendía café lo saludó con una voz familiar:
—¡Hola! ¿Es hoy tu último día? ¿Cómo arreglaremos el lugar sin ti?
Él respondió con calma, colocando su mano sobre el corazón:
—Lo arreglaremos… pero hoy quiero pasar algunos minutos más aquí, como si despidiera todo en silencio y con amor.
Siguió caminando, pasando por una pequeña escalera, y el aroma del pan recién horneado de una panadería cercana lo envolvió. Recordó cada mañana que comenzaba allí o allá, y sintió una extraña tranquilidad que le devolvía todo el sentido de seguridad que el camino le había abierto.
Capítulo Siete
Finalmente llegó a su casa, y la llave brillaba entre sus dedos. Respiró despacio y cerró los ojos, como si susurrara a su propia alma: «Mañana, mi mañana será distinta… pero estos instantes en el camino permanecerán como un haz de luz que me guía».
Entró en su habitación con lentitud y cerró la puerta suavemente tras de sí, como si temiera fragmentar el silencio arraigado en las paredes del lugar. Se detuvo un instante en la soledad, escuchando el temblor de su respiración reverberar entre las paredes, sintiendo cómo el calor de los recuerdos se deslizaba sobre su piel como la brisa que acaricia un jardín en la mañana.
Se acercó a su escritorio, se sentó en su silla de madera y respiró profundamente, como si quisiera reunir en sus pulmones cada palabra que nunca había pronunciado. Con sus dedos delicados tomó la pluma y aguardó a que la hoja del cuaderno se abriera ante él, como un vacío ansioso de ser habitado por su silencio.
Abrió los ojos ante un espacio donde flotaba su rostro, como si irradiara luz propia. Su corazón tembló con un estremecimiento cálido, y escuchó su voz interior susurrar:
«¿Por qué escondo todo esto de ella? ¿Por qué no escucha mis palabras?»
Tomó la pluma y comenzó a escribir con ligereza y cuidado. Las palabras caían sobre el cuaderno como agua que desciende sobre una roca deseando germinar bosques; cada frase era un suspiro de su pecho, cada letra un estremecimiento que se asentaba sobre el papel como si lo tocara con amor. Murmuró para sí mismo:
«Verás todo aquí… todo lo que guardo para ti, todos los recuerdos, todos los silencios, toda la existencia».
Un silencio pesado lo envolvió, como si la habitación lo cercara con los sonidos del pasado y del presente al mismo tiempo. Inclinó la cabeza sobre el cuaderno, y un extraño temblor recorrió su mano, recordándole que cada palabra escrita era una promesa, y que en cada regreso habría una separación que podría durar para siempre.
Las palabras que cargaban sus pulmones fluyeron, y sintió cómo cada letra le arrancaba un pedazo de vida. Hasta que el flujo lo agotó, y se desmayó, sumergiéndose en un sueño profundo donde sus palabras brillaban sobre la página como estrellas suspendidas en una noche sin fin.
En el sueño, la vio entre sombra y luz; sus ojos lo rodeaban con un silencio que contenía todo aquello que él no pudo decir. Susurró:
«¿Ves todo? ¿Comprendes mi silencio y las promesas atrapadas en la pluma?»
El sueño lo envolvió con una somnolencia que lo llevó a un jardín tranquilo, donde sus recuerdos florecían como flores delicadas bajo la luz onírica. Comprendió, en la quietud del letargo y la profundidad del sueño, que la pluma y el papel no eran solo herramientas, sino un puente entre su soledad y su presencia; cada palabra un aliento que resonaría para siempre.
Entre el sueño y la somnolencia, quedó suspendido en el abrazo de la memoria, su corazón oscilando entre el vacío y la existencia, hasta que el bullicio de la vida y las cargas del día desaparecieron.
Ahora estaba allí, en el corazón de la niebla implacable, en una ciudad fuera del orden del universo; sin un día reconocible, sin una noche que descendiera con calma. Sus habitantes caminaban en medias conciencias, con ojos profundos que no diferenciaban entre sueño y vigilia. Y en medio de ellos vivía él: su día entre páginas antiguas que reparaba en un escritorio estrecho, respirando el olor del papel viejo como si fueran sus únicos alientos. Escribía en los márgenes secretos olvidados y corregía letras devoradas por el tiempo.
Pero cuando la niebla se espesa y la noche desciende, se transforma en otro ser, elevándose en un reino de sombras y sueños. Cada noche, ella acudía a él —una mujer que no se parecía a ninguna otra. En sus ojos había luz de otro mundo, y en su voz un susurro tembloroso como restos de recuerdos perdidos. Se sentaba frente a él y relataba su sueño: escenas fragmentadas, como un lienzo que se ha partido en el muro del tiempo.
Él la escuchaba por completo, sin interpretar, buscando en sus palabras símbolos y puertas que lo condujeran a sus profundidades. Desde aquel encuentro, algo cambió en su vida; ya no era el mismo. En sus ojos había una tristeza nueva, o quizá la liberación de una herida antigua. Y no sabía: ¿sería este su refugio, o una nueva trampa en la que caería?
Entonces vino el susurro. Por primera vez escuchó su nombre llamado. Una voz oculta, como si lo hubiera acechado por eras en los rincones de la ciudad. En ese instante, el círculo se cerró, y ya no sabía si era su sueño, o el sueño de quien escuchaba su historia, o si apenas comenzaba todo.
Abrió los ojos ante un vacío en el que flotaban sus imágenes, como si su luz transportara en cada instante su reflejo. Su corazón vibró con un estremecimiento cálido, y escuchó su voz interior susurrar:
Tomó la pluma y comenzó a escribir con ligereza y cuidado. Las palabras fluían como agua sobre rocas, formando bosques invertidos de personas que habían atravesado su vida; cada frase un aliento de su pecho, cada letra temblando y asentándose sobre el papel como si lo tocara con amor.
Murmuró para sí mismo:
«Este sueño… parece una verdad que me hace sentir lo que nunca viví».
Su imagen se deslizó frente a él, y sus ojos brillaban como dos puntos de luz que titilaban en la sombra, susurrándole:
«Verás todo aquí… todos los recuerdos, todos los silencios, toda la existencia».
Un silencio se extendió por la habitación, como si sus paredes escucharan cada palabra, y cada hoja temblara bajo su mano. Levantó la cabeza sobre el cuaderno y sintió un extraño temblor en su mano, como si cada letra fuera una promesa y a la vez una separación.
Las palabras cayeron sobre el papel, brillando como estrellas en una noche infinita, como si el sueño siguiera vivo con él, y cada significado creara un nuevo eco en sus profundidades.
Dibujó el sueño con silencio y amor, como una flor que florece en la calma de la noche. Se vio a sí mismo en él: completando lo que había estallado en su conciencia, llenando cada vacío en su pecho, pagando cada precio que el tiempo había enterrado.
En cada frase sentía que la pluma y el papel no eran meras herramientas, sino un puente entre su realidad y su presencia. Cada palabra germinaba un latido en su pecho, y cada silencio lo llevaba a un mundo que solo él podía comprender.
Entre el tiempo y la niebla, sintió que el sueño y la vida se encontraban, que hasta ahora había escrito una historia que no podía ser duplicada, una historia que permanecería en el papel y entre su corazón y su alma. Y al amanecer, le susurró, como hablando a su espíritu:
«Para ti… todo lo que vi, todo lo que viví, todo lo que guardé en mis profundidades… te lo entrego en silencio y con amor, como una flor que florece en la calma de la noche».
Las palabras se extendieron sobre la hoja como estrellas que brillan en una noche sin fin, y sintió un extraño temblor en su pecho, como si dibujara su presencia en cada pensamiento y cada silencio.
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Capítulo ocho
En la madrugada, el jardín vestía un tono gris apagado, como un escenario misterioso donde los tiempos se confundían; no se distinguía lo que era pasado extinguido de lo que era presente que aún respiraba. Hojas caían sin horario, mientras otras se aferraban a sus ramas, posponiendo su último otoño… como él posponía la sensación de la pérdida que lo perseguía en cada mirada.
Se sentó en el banco de madera envejecida, como descendiendo a su memoria, escuchando no el silencio de la ciudad sino la voz de su interior. A su lado, un perro viejo, con un ojo cerrado, observaba el mundo con cautela fría, como si supiera que todo pasa, menos el silencio.
Se volvió hacia él susurrando, y sus labios temblaban como si preguntaran:
«¿Vienes de un pasado no visto? ¿O has venido a recordarme que algunas cosas permanecen, incluso cuando el tiempo aparta su rostro?»
Luego bajó la mirada hacia la madera del banco, hacia un pequeño rasguño que no había cambiado en años, y murmuró interrogante:
«¿Es este el lugar del sueño mismo donde me siento, o todos los lugares se han vuelto iguales tras su partida?»
El recuerdo de su rostro irrumpió en su corazón como una brisa cálida; un recuerdo que habita el alma más cálido que la realidad, que se sienta cerca de él en cada instante, mientras las hojas amarillas caían como aquel día en que se sentó por última vez a su lado.
Se instauró una quietud que parecía silencio… un silencio denso, pesado, pero verdadero. No había ladridos, ni bullicio de la ciudad, solo el gemido de los bancos bajo el peso de cuerpos que se habían ido. Y, sin embargo, sintió que ella estaba allí… en cada rincón, en cada temblor de hoja, en cada susurro del viento.
Extendió la mano hacia su cuaderno y comenzó a escribir:
«Te escribo sobre este silencio, para convencerme de que tu ausencia no me ha dejado completamente solo, y de que tu presencia interior todavía me permite mirar el mundo con ojos claros en medio de las cenizas. Ayer vi a un hombre cruzando apresurado, como huyendo de sí mismo o de un eco que aún no ha escuchado.
Vi a una mujer sonriendo a un hombre, una sonrisa que no alcanzaba sus ojos, solo una máscara que había aprendido a usar. Todas estas personas… sus voces son ruidosas, sus pasos apresurados, pero carecen de algo esencial: el silencio que da sentido a la existencia. Te escribo a ti, porque solo tú sabes lo que quiero decir.»
Sus dedos temblaban mientras continuaba:
«Tu ausencia me hace más claro en mi observación, más paciente con este tumulto, y más capaz de comprenderme entre rostros que solo muestran sus sombras. Y cuando cierro los ojos, te siento allí… compartiendo mi silencio, aunque estés lejos.»
Levantó la cabeza y vio a un joven leyendo un libro en un banco cercano, con ojos brillando de una alegría que jamás había visto. Y al otro lado, pasó una mujer sonriendo, aunque su sonrisa se marchitó antes de llegar a su corazón. Entonces pensó:
«Todas estas personas pasan con su ruido, pero solo me confirman que tu ausencia hace que mi presencia sea más firme y sincera.»
Inclinó la cabeza largo rato, y luego volvió a escribir con trazo agitado:
«Tu ausencia me enseña a escuchar más, a explorar mi soledad, a entender cómo estar presente pese al vacío, y a llevar la esperanza como una pequeña chispa que no se apaga.»
El banco gemía bajo el peso de los recuerdos, y el perro a su lado parecía vigilar el pasado con su silencio. Alzó la vista hacia el horizonte, llevando en el pecho una pregunta que no lo abandonaba:
—¿Soy yo quien sostiene la memoria… o es ella quien me sostiene y me hace permanecer aquí, esperándote en cada latido, en cada eco, en cada sombra que pasa?
Se preguntó internamente:
—¿Cómo podré sentarme aquí sin ella? ¿Sigue este banco conservando el eco del pasado que se niega a extinguirse, o se ha convertido en una madera fría, vacía de significado?
Escuchó el susurro ligero del viento jugueteando con las hojas de otoño, y de repente su mente se llenó con su primera risa… aquella que se deslizaba entre las ramas como si fuera música ininterrumpida. Todo a su alrededor parecía incompleto, ausente, amputado. Cada cosa que sus ojos encontraban le recordaba que ella nunca había existido plenamente, y sin embargo, en su ausencia, le otorgaba la capacidad de estar presente y de escribir.
Tomó el cuaderno, tembloroso entre sus manos, y escribió:
—Te escribo sobre este lugar, sobre sus pequeños detalles, sobre el extraño silencio de este perro enroscado a mis pies, sobre la pequeña mella en la madera del banco, sobre todo lo que quedó de aquella última sesión. Escribo para enfrentar el vacío, para preservar lo que queda de la nostalgia y evitar hundirme en mi soledad. Escribo… porque sé que de alguna manera las palabras llegarán a ti, aunque no las reconozcas, aunque solo sean un eco en mi corazón.
Se inclinó un poco hacia adelante, como si su pecho cargara el peso de palabras no dichas, bajo las piedras de la nostalgia que chocaban duramente en su interior.
El jardín estaba silencioso, y el tiempo avanzaba sin piedad, aunque los ecos del pasado no desaparecían. Cada acontecimiento antiguo, cada mirada incomprendida, cada letra no escrita… se reunía ahora aquí, en esta mañana distinta.
Y de pronto… percibió pasos suaves. Levantó la vista, y ante él apareció un joven, como surgido del corazón de un vacío lejano, o desde lo profundo de un recuerdo que aún ardía en su interior. Sus pasos no eran pasajeros; parecían brotar de su propio pecho, de la llama que había encendido junto a su sueño perdido.
Entonces vino la voz… familiar hasta el dolor, inesperada hasta desconcertarlo:
—¿Por qué apagaste aquella llama que encendimos juntos?
Su pecho tembló, su corazón se contrajo, y sus sentidos dieron un giro, como si el tiempo se quebrara de repente y volviera a extenderse sobre todo.
Levantó lentamente la mirada, sin esperanza, para ver al joven… era un reflejo puro de su juventud perdida; su mirada llevaba el mismo fuego que él había sostenido un día, cuando todo parecía posible y el sueño era más fuerte que el miedo.
Sus labios temblaron, y murmuró en voz baja, como desde sus propias profundidades:
—¿No soy yo? ¿Me estoy mirando a mí mismo?
No pudo sino hablar con voz temblorosa, llena de asombro, esperanza y confesión:
—¿Has venido a juzgarme… o a recordarme?
El joven respondió, su voz mezclando reproche y nostalgia:
—Así eras… hasta que decidiste dejar de pensar.
El hombre permaneció en silencio un instante, reviviendo lo perdido, sintiendo que cada momento lo había conducido a este encuentro. El aire que los rodeaba estaba cargado de un silencio pesado de recuerdos, y parecía que el jardín mismo observaba este diálogo entre dos tiempos: el del pasado que lo trajo hasta aquí, y el del presente que lo confrontaba ahora a través de su reflejo más joven.
Miró al joven, y de repente comprendió que no lo había perdido… no había perdido esa parte de sí, a pesar de los años, del silencio, de la ausencia.
—Hemos vuelto… al principio, donde todo puede escribirse de nuevo.
El hombre titubeó, y las palabras se agolparon en su garganta como un sueño que no se le permitió completar. Dio un paso hacia la ilusión, retrocedió dos hacia el miedo, y luego habló con voz quebrada, como cristal de memoria:
—¿Han vuelto?… ¿Quiénes son?
Y apenas terminó de pronunciarlo, la escena se transformó por completo.
Una amplia habitación bañada por la luz del sol que entraba por ventanas altas, en cuyo centro se alzaba una vieja mesa de madera. Tazas de té dispersas, cuadernos abiertos, y rostros diversos reunidos por un solo denominador: el peso de la experiencia y la abundancia de palabras.
Faris —el compañero que había acompañado al hombre durante algunos años antes de su jubilación— extendió la mano hacia su taza, mirando el vapor cálido con tono contemplativo:
—La estupidez… a veces se parece a la resignación ante el destino. El hombre tiene mente, pero la deja quieta, y la vida sigue como quiere.
Mahmoud —otro colega, figura de paciencia y bondad— lo interrumpió con una sonrisa tranquila y un suspiro que expresaba años de paciencia:
—No, es la separación de la religión. Quien camina sin guía se pierde. Pero… la gente confunde mucho entre devoción y pensamiento.
Yusuf —el político que siempre estaba presente en todo encuentro, debate o foro— cruzó una pierna sobre la otra, y su rostro reflejaba una sonrisa confiada teñida de ironía sutil:
—La estupidez no reside solo en la acción. También puede hallarse en las palabras. Vemos oradores brillantes, y luego caen en la primera prueba de la realidad.
En cuanto a Akram —el profesor universitario, fuente enciclopédica de la mayor parte del conocimiento— bajó sus gafas sobre la mesa y sus ojos recorrieron lentamente a los presentes. Dijo con un tono metódico y fragmentado:
—El estúpido es quien posee las herramientas de la mente pero no sabe utilizarlas. Ve sin percibir, escucha sin atender. Puede brillar un instante, pero es incapaz de conectar las cosas y prever las consecuencias.
Huda —la doctora culta que había acompañado sus primeros diálogos durante su primera misión administrativa— movió la cabeza en señal de desacuerdo, y sus ojos brillaban con pasión por el conocimiento:
—Por eso rechazo considerar la estupidez como destino. Es una enfermedad que puede tratarse, al igual que las demás dolencias, pero con conciencia y orientación.
Layla —la madre, viuda sencilla que siempre revisaba la administración para informarse sobre cada tarea asignada a su hijo— rió suavemente para aliviar el peso de la discusión y dijo con tono ligero:
—Y a veces la estupidez no es más que un instante de ingenuidad… todos caemos en ella, ¿no es cierto?
El hombre permaneció en silencio, observando cada rostro, cada tono de voz, cada gesto, cada sonrisa, y se vio a sí mismo en su juventud, cuando buscaba entender y aprender de los errores, y cuando su ausencia dejaba todo incompleto, como si el mundo mismo pasara a su lado sin sentido.
Los cuadernos abiertos, las tazas de té dispersas, el silencio entre las frases… todo le devolvía la sensación de ausencia y hacía que su corazón captara el eco del tiempo perdido y la voz que aún no había escuchado, pero que sabía que estaba allí… esperando a ser pronunciada.
Fatima —la profesora realista— intervino con severidad, y su ceño cargaba el peso de su mirada:
—No, son grandes sueños que terminan en amargas decepciones.
Saad —la empresaria que siempre apoyaba donde crecían sus hijos— extendió la mano hacia su cuaderno con un gesto seguro, y sus ojos brillaban con una mezcla de ambición y desafío:
—El dinero puede protegernos de la estupidez… pero no nos protege de la ingenuidad con nosotros mismos o con los demás.
Rami —el periodista audaz que comentaba los pensamientos del hombre instante a instante— sonrió con ironía mientras encendía un cigarro sin terminarlo, y sus ojos recorrían los rostros como buscando una verdad oculta:
—Cierto… y el estúpido funcional, como Samer: perezoso, cuelga su fracaso en las circunstancias. El estúpido práctico, como Hussein: ve la idea claramente frente a él, pero no puede poner un solo pan sobre la mesa.
Nader —el artista, compañero de la infancia y juventud académica— giró el rostro hacia la ventana, escapando del peso de la mesa, y sus ojos seguían la luz del día filtrándose entre las cortinas, diciendo con un tono mitad irónico, mitad soñador:
—Y luego está el estúpido simbólico… vive en su ilusión. Ve la vida desde un ángulo poético y luego se pierde entre la realidad y la fantasía.
Mona —la investigadora universitaria, colega académica— intervino con voz firme, y sus ojos parecían querer atrapar el significado:
—La estupidez, en esencia… es la incapacidad de distinguir entre inteligencia y perspicacia, entre información y conocimiento.
Salma —la enfermera asistente principal de la doctora culta— apoyó sus manos sobre la mesa, inclinando ligeramente los hombros hacia adelante, y añadió con una objetividad tajante:
—En la sociedad, la estupidez es crueldad hacia los débiles… un abandono de quienes no tienen voz.
Nawal —la ama de casa que deseaba tener un papel en medio de los asuntos administrativos— rió y señaló con el dedo en el aire, como intentando atrapar una idea fugaz:
—Y también es estúpido quien ve todo mal… y luego repite los mismos errores como si fueran un pasatiempo.
Dlal —la periodista que sigue cada detalle con obstinación— se acomodó el cabello y recorrió la mesa con la mirada, sus ojos cargados de conciencia desafiante:
—Y a veces la estupidez es solo un velo… embellece la fealdad y oculta las verdades, haciendo que todo parezca en su lugar correcto.
El hombre permaneció sentado, en silencio, observando cada palabra, cada gesto, cada mirada. Sentía el peso de las experiencias que cada rostro había cargado, y comprendía que hablar de la estupidez no era solo una teoría, sino un reflejo de cada vida vivida, de cada ausencia y pérdida, de cada instante de debilidad y fracaso.
Mientras todos continuaban el debate, el hombre recordó su juventud, cuando trataba de entender la vida, cuando intentaba diferenciar entre el conocimiento y la intuición, cuando la ausencia dejaba un vacío que solo podía llenarse con la escritura y con la presencia silenciosa de aquellos que amaba.
Faris giró la taza entre sus manos, contemplando las gotas que centelleaban sobre su superficie, y luego esbozó una sonrisa serena que llevaba un matiz de conocimiento y aceptación:
—Tal vez el estúpido… sea cada uno de nosotros en su momento. El estúpido de hoy puede volverse inteligente mañana, y el inteligente de mañana puede caer en una estupidez imperdonable.
Akram asintió con la cabeza, y sus ojos recorrieron los rostros como buscando lo que se escondía tras las palabras, antes de decir con tono metódico:
—El estúpido no carece de mente… sino de brújula. Camina donde no debe, ve lo recto como curva y la curva como recta.
Algunos rieron, otros se sonrojaron, y los demás se sumergieron en el pensamiento. Parecía que la estupidez no era solo un error individual, sino un espejo que reflejaba todos los defectos humanos… y quizá también la ironía misma de la vida.
Un silencio pesado descendió sobre la habitación, oprimiendo los pechos y haciendo más lentas las respiraciones, hasta que los presentes casi desaparecieron sin que la escena se completara.
Solo el sonido de la respiración del hombre se elevaba, mientras dentro de él otra voz vagaba por los pasillos de su mente, como buscando una verdad que había perdido al huir:
—¿Estoy frente a las partes que dispersé en el camino?
Cada vez que dije: seré más fuerte… ¿perdí una parte de mí?
¿O acaso mi memoria ha vuelto para juzgarme por lo que deliberadamente olvidé?
¿Quién arrancó el bolígrafo de mi mano? ¿Quién me convenció del silencio? ¿Y quién borró mi texto antes de que se completara?
Se preguntó en silencio: ¿Hablaba con lo invisible? ¿O escuchaba lo que había temido durante años? Y lo más inquietante: ¿existía alguna respuesta en absoluto?
El hombre se recostó en la silla, rodeado de silencio por todos lados, y los recuerdos se filtraban en cada rincón de su ser. Un sentimiento de misterio y nostalgia, mezcla de miedo y deseo de enfrentar lo perdido, hacía que su corazón palpitara en un silencio cargado con el peso de tantos años.
El joven sentado frente a él no respondió. Solo deslizó su cuerpo delgado hacia la silla opuesta, con las manos temblando ligeramente antes de extenderlas hacia el jardín sin un propósito definido. No señaló nada con la mirada, sino el vacío mismo, como si éste contuviera todas las respuestas que ninguna voz podría pronunciar.
Sus ojos dijeron lo que su lengua no dijo:
—Mira…
No era un sonido real, sino un eco interior, como si la palabra hubiera brotado en su mente antes de llegar a sus oídos.
Y de repente, pasos tenues se deslizaron entre los árboles; no tocaron el suelo, sino que parecían nacer de él.
Se preguntó en silencio: “¿Los escucha solo él? ¿O acaso el silencio entre ellos se ha vuelto un tercer oído que escucha por ambos?”
El aire se abrió sobre una sombra cargada de derrotas, y la escena se reveló lentamente.
Y la primera en llegar… era una mujer.
Su cabello estaba revuelto como ramas sedientas, y sus ojos hablaban por ella. Su mirada, perforada por la desilusión, preguntaba en silencio:
—¿Dónde estabas cuando caí? ¿Y por qué dejaste la puerta entreabierta?
No dijo una palabra; no hacía falta. Su cuerpo entero gritaba reproche, y un solo gesto suyo devolvía al hombre años de ausencias y traiciones.
Tras ella, apareció un hombre alto, caminando con prisa como si contara cada paso uno a uno. Su abrigo gris rozaba las puntas de la hierba, y su silencio resonaba como el zumbido de la sabiduría. En sus manos sostenía un libro grueso, del cual colgaban marcadores de colores, restos de lecturas incompletas o señales en un camino que temía que se borrara.
El hombre sentado sintió un aprieto inexplicable: ¿eran extraños que venían hacia él, o espectros surgidos de su interior reclamándole aquello que se había negado a escuchar? No se atrevió a levantar la mirada; se sumergió en sí mismo y se preguntó:
—¿Están realmente aquí? ¿O abrí la puerta equivocada en mi memoria?
Se volvió hacia el joven como quien busca auxilio en una pregunta: —¿Quiénes son?
Pero el muchacho solo ofreció una sonrisa enigmática, como si supiera más de lo que dejaba entrever.
De pronto, el jardín pareció girar como un escenario de madera; las cortinas se movieron lentamente, y una luz tenue fluía como un hilo de memoria, mientras la vieja mesa de madera los reunía nuevamente.
Se sentaron en sus lugares, y él permaneció al borde; no como uno más, sino como un invitado dentro de su propia mente, contemplando su presencia como si fueran encarnaciones de recuerdos y emociones jamás expresadas.
Faris abrió la conversación con voz serena, como brisa que mueve viejas hojas, reorganizándolas en el aire antes de que caigan al suelo:
—Si superamos al estúpido, hay grados cercanos a él… y cada grado tiene sus propios rasgos.
Mahmoud, recostado en la silla con una sonrisa que mezclaba suavidad y determinación, dijo:
—El yermo… es una mente como tierra árida. No produce pensamiento alguno. No se equivoca porque nada sabe para equivocarse. Quieto… no daña ni beneficia. Se parece a una tumba silenciosa.
Yusuf levantó la ceja en una mueca sarcástica, y su voz combinó broma y seriedad:
—El tonto… es una mente infantil. Captura la mitad del significado y deja la otra mitad, mezcla lo serio con lo jocoso, lo peligroso con lo trivial. Inocente en su ignorancia, hace reír más de lo que enfurece. A veces uno se pregunta: ¿reímos de él o con él?
Akram ajustó sus gafas y miró a Nader como quien explica a un ausente:
—Y el demente… es una mente rota. Equilibrio perdido, salta de una idea a otra sin conexión, persigue su sombra. No sabe cuándo empieza ni cuándo termina. Todo el mundo parece caos para él.
El silencio volvió a acumularse en el jardín hasta tener peso propio, cargando el aire y oprimiendo los pechos. El hombre se sentó en medio de la penumbra de esa confusión temporal y espacial, su pecho subiendo y bajando con lentitud, como si cada inhalación y exhalación le recordara lo que pasó y lo que se retrasó. La luz pálida de la mañana se colaba entre los troncos de los árboles, dibujando sombras alargadas, figuras que surgían desde dentro, no desde fuera, acompañadas por recuerdos y susurros del pasado.
De repente, apareció una sonrisa firme en un rostro que conocía: el de Huda. No estaba seguro de si realmente se sentaba frente a él o si había salido de su memoria antigua para hablar ahora con la voz del médico que lee los secretos del alma:
—El ingenuo… su mente es pura pero frágil. Cree todo lo que se le dice como un niño cree en un cuento. No es completamente estúpido, pero es vulnerable ante el engaño. Se deja engañar con facilidad… y luego reproduce la artimaña como confianza ciega. No necesita castigo, sino conciencia que lo despierte.
El hombre permaneció en silencio, escuchando cada palabra, como si se filtrara hasta el rincón más profundo de sí mismo, reordenando sus pensamientos y despertándolo de un largo letargo que se había extendido entre la ausencia, la nostalgia y el miedo a enfrentar la verdad.
Una voz suave, como una brisa que se cuela por una ventana cerrada, dijo:
—El lento… se mueve despacio.
Recibe la idea como la tierra recibe la lluvia.
La absorbe con lentitud, pero no da flores ni frutos.
No se equivoca mucho, pero pierde el momento de actuar, y parece que el tiempo pasa frente a él sin tocarlo.
Luego resonó en el jardín una risa corta, entrecortada, como chispa. Era la voz de Rami, el periodista, que asomaba un rostro burlón y ojos hambrientos de experiencia:
—El ingenuo… tiene la mente agujereada.
Sabe muchas cosas, pero deja grandes huecos por los que se cuela el engaño.
Puede parecer inteligente en una situación, pero en el momento crítico se vuelve presa fácil.
Tras la risa, sonó el golpe de una taza sobre la mesa. Era la sombra de Suad, la mujer de negocios, que la miraba con severidad:
—No es estupidez absoluta, sino máscaras.
Cada uno de nosotros puede ponerse su máscara en un momento de debilidad, creyendo estar lejos de ella.
Y finalmente, emergió de la oscuridad el rostro de Mona, la estudiante universitaria, con ojos brillantes detrás de unas gafas que acortaban la distancia entre voz y cuerpo. Su voz se elevó como si resumiera todo el debate:
—El yermo necesita conocimiento, el tonto paciencia, el demente disciplina, el ingenuo advertencia, el lento prisa, y el necio vigilancia.
Cada grado tiene su remedio distinto.
El hombre sintió que los troncos de los árboles y las voces entrecruzándose en su mente formaban como un tribunal secreto instalado dentro de él. Murmuró en un tembloroso silencio:
—¿Me estaban señalando a mí… o a alguien que pasó por lo que yo pasé con ustedes? ¿O acaso emitieron su veredicto al final… porque mi simplicidad les reveló todo a través de mis reacciones ante sus actos?
En el fondo, la sombra se movió lentamente hasta tomar la forma de un niño pequeño que gateaba. El hombre no le prestó atención, pues no hablaba, pero el niño se detuvo con una firmeza enigmática, como quien sabe que su sola presencia basta para decidir la escena.
El corazón del hombre vaciló entre miedo y asombro al verlo. Algo en los rasgos del niño le resultaba dolorosamente familiar: los ojos grandes, el temblor de los dedos, incluso la ligera inclinación al estar de pie. Lo había visto antes… en viejas fotografías, en espejos abandonados, quizá en sueños que nunca se atrevió a confesar.
Sintió que todas las voces —la risa de Nawal, la intensidad de Dalal, la ironía de la voz escondida, incluso la caracterización de Huda y el análisis de Mona— no eran más que rostros surgidos para hablar de ese niño, o como si se hubieran convertido en máscaras tejidas por cada uno para reconocer sus rasgos originales.
Susurró para sí mismo, con la voz tambaleándose entre el quebranto y el descubrimiento:
—Todos hablan de ti… y todos me señalaron a mí.
Desde esa infancia, he arrastrado estas voces tras de mí. Nunca huí de ellas, las vestí una a una… pero nunca olvidé quién era realmente.
Incliné la cabeza, y el niño permaneció inmóvil, pero de repente pareció más grande que su tamaño, más profundo que su silencio. Se volvió como una llave que abre puertas que nunca antes se atrevió a tocar.
En ese instante, el hombre comprendió que la esencia de la historia no estaba en los rostros que lo rodeaban, ni en las voces que lo juzgaban… sino en ese niño, en esa semilla primera desde la que comenzó todo.
Una risa ligera se deslizó por el jardín, como el zumbido burlón de una abeja en un silencio pesado. Era Nawal, la dueña de casa, que inclinó la cabeza y rió como quien descubre un velo ingenuo, y dijo con una voz que rebotaba entre las paredes:
—Entonces, la estupidez no es una sola persona, sino un lienzo completo de máscaras… cada una asoma según la circunstancia y la situación.
Las palabras apenas se habían calmado cuando Dalal, la periodista, se inclinó hacia adelante, entrelazó los dedos sobre la mesa y sus ojos fijaron su mirada en el silencio de los demás con la seguridad de quien sabe dónde apuntar la flecha antes de soltarla:
—Y cuando uno se ve reflejado en alguna de estas máscaras, debe preguntarse:
¿Es víctima de la estupidez… o artífice de sus propios errores?
Un escalofrío recorrió el jardín. El lugar pareció llenarse de espejos invisibles, cada uno reflejando un rostro distinto de los presentes. El hombre, sentado en su silla, sintió que esos rostros no surgían a su alrededor, sino de su interior, como si su cuerpo fuera un amplio salón en el que todos ellos estaban sentados.
De pronto, el silencio se quebró, y emergió de las sombras una voz burlona, breve en palabras, larga en efecto, como una piedra lanzada en el pequeño estanque de su tranquilidad:
—¿Has vuelto a correr? ¡Como si no hubieras aprendido todavía!
No apareció ningún rostro, pero la burla sola dibujaba sus rasgos: cejas inclinadas y una boca contraída por reírse de un fracaso repetido.
El corazón del hombre tembló, y se preguntó para sí, con una voz que solo él podía oír:
—¿Es este su último? ¿O su primero?
¿O es que aún no he llegado al origen de la historia?
Allí, al fondo del jardín, el niño se detuvo lentamente. No se giró. Permaneció quieto, como si supiera que la voz no necesitaba cuerpo… que residía en ella, habitándola en un lugar misterioso entre su memoria y su miedo.
El hombre sintió entonces que el círculo estaba completo, y que todas las voces que lo habían rodeado no eran sino capas que se pelaban de un solo rostro… su propio rostro.
Desde lo profundo de la sombra, la voz proclamó como un juicio inevitable:
—Y aquí vienen:
De tus antiguos cuadernos, con los bordes amarillentos, esperando que termines lo que empezaste,
De las heridas dejadas a supurar en silencio,
De los pensamientos que no se permitieron escribir, porque la tinta era más dura que el dolor,
De los momentos de duda, suspendidos entre un “sí” que no dijiste y un “no” que tu alma no aprobó.
Cada uno de ellos lleva algo tuyo… un fragmento olvidado, o un fragmento pretendido olvidar.
Y de pronto, como si la escena hubiera pasado la página de un libro:
Quince alumnos se sentaron en un aula de paredes blancas, los pupitres semicirculares enfrentando un estrado que esperaba la primera palabra. La luz se filtraba por los grandes ventanales, brillando sobre sus cuadernos y plumas, revelando sus distintos rostros: algunos ansiosos, otros vacilantes, y la sala misma parecía compartir su confusión.
Capítulo Nueve
El profesor entró con pasos firmes, sosteniendo sus gafas entre los dedos, y se detuvo frente a ellos, su voz estable y serena:
—Vuestra tarea para este capítulo no son informes memorizados, sino una investigación viva.
Cada uno de vosotros planeará su tesis final como si debiera defenderla ante un tribunal.
Se detuvo un instante, sus ojos recorriendo los rostros de los estudiantes, y luego añadió con una sonrisa tranquila, que aligeraba la gravedad del aula:
—Después, reuniremos los trabajos para observar los denominadores comunes y resaltar las diferencias sutiles.
La investigación no será solo teórica: debéis aportar un ejemplo del mundo real y representarlo en una imagen, o relato, o incluso un personaje… pero con nombres tomados del reino animal o vegetal.
No conoceremos a ‘Ahmed’ ni a ‘Layla’, sino al ‘Águila’ y a la ‘Amapola’, al ‘Zorro’ y al ‘Higuera’.
El silencio reinó un momento, y luego surgieron sonrisas tímidas y susurros cortos. Algunos veían la tarea como un juego entretenido, mientras que en otros rostros se reflejaba un peso inesperado.
Los bolígrafos comenzaron a moverse, y cada pluma narraba una máscara diferente:
La Tortuga: lenta en pensar, pausada en su argumento, pero su paciencia superaba la impaciencia del tiempo mismo. Faris, el empleado jubilado, se encontró en ella y murmuró:
—La paciencia a veces enseña más que la velocidad.
La Golondrina: rápida en ingenio, saltando de una idea a otra como una chispa que no se asienta, iluminando un instante antes de apagarse. Huda, la doctora culta, inclinó la cabeza y dijo:
—El talento sin guía se convierte en caos… pero aún brilla, listo para ser capturado.
El Cactus: silencioso, parco en palabras, pesa el mundo en una balanza oculta antes de hablar. Akram, el profesor universitario, asintió:
—A veces mantenerse firme en la verdad vale más que todos los discursos.
La Jazmín: apasionada y desbordante, sus palabras flotan como perfume, conquistando corazones incluso cuando confunden la mente. Layla, la viuda sencilla, sonrió:
—La pasión obra milagros, pero necesita límites para no ahogar a quien la posee.
Los nombres continuaron fluyendo, como si el aula se transformara en un bosque de símbolos:
El Águila: visión aguda, ventana de insight, pero de rápida ira… imagen de Rami, el periodista, cuando revela las contradicciones de la realidad sin prudencia.
El Zorro: astuto, maestro del plan, pero sus artimañas lo arrastran a abismos que él mismo crea… como Yusuf, el político, brillante en palabras pero incapaz en hechos.
El Árbol: firme, silencioso, contempla la vida lentamente, como Akram, sumido en el análisis.
El Pato: ingenuo, cree todo lo que le dicen, como algunos estudiantes que repiten errores con inocencia.
La Langosta: despistada, conoce muchas cosas pero su mente tiene agujeros, el engaño se cuela por todas partes.
El Ruiseñor: tonto, mezcla lo serio con lo jocoso, divierte más que irrita, como los adolescentes entusiastas en el aula.
La Tierra yermada: estéril, mente sin semillas, no yerra porque nunca supo en qué podía errar. Silenciosa como una tumba, respira en quietud, esperando a quien la despierte.
Mientras los personajes crecían sobre el papel, la escena se volvió espejo amplio: cada estudiante escribía su propio reflejo, y cada personaje saltaba de un cuaderno a otro, danzando entre realidad y simbolismo, hasta que el aula se transformaba en algo más que un espacio… se convertía en un mundo pequeño, palpitante de almas, donde se revelaban secretos y cada estudiante vivía en el corazón de una historia aún no contada.
Era como si el aula no fuera solo un lugar, sino un escenario abierto, donde las máscaras de la mente deambulaban, y los rostros del pasado se sentaban junto a los del presente, en un círculo sin fin, donde las voces se entrelazaban como los colores de un cuadro pintado por el tiempo.
La discusión comenzó a fluir, entrecruzándose y superponiéndose, como si las voces mismas dibujaran una forma visible ante los ojos:
Muna, la investigadora universitaria, se recostó sobre el brazo de la silla, sus ojos escrutando a los estudiantes como examina un texto, y dijo con seriedad:
—La estupidez no es una sola persona, sino un lienzo en movimiento de personalidades, cada una mostrando dónde difiere la situación.
Salma, la enfermera, inclinó levemente la cabeza, y sus dedos jugueteaban con el borde de su cuaderno, añadiendo con tono realista:
—Y el necio no es solo quien se engaña a sí mismo, sino quien endurece su corazón con otros, o descuida a los débiles.
Nawal, ama de casa, soltó una risa ligera, y sus ojos brillaron con un humor cálido:
—A veces el tonto se oculta tras máscaras inteligentes, finge ser un profesor y ni siquiera aprendió la lección.
Dalal, la periodista, entrelazó los dedos sobre la mesa con confianza, observando a su alrededor como evaluando el eco de las palabras, y dijo:
—Y a veces la estupidez es un velo… embellece lo feo y oculta verdades, como hacemos nosotros en los medios.
Se intercambiaron susurros y sonrisas, y el aula se volvió un espejo amplio, capaz de albergar todas las máscaras: el necio, el bobo, el idiota, el ingenuo, el despistado, el torpe, el estéril… y todo lo que hay entre esos grados humanos.
Faris extendió la mano hacia su taza de té, sonriendo:
—Parece que el necio habita en cada uno de nosotros, en algún momento… y el inteligente es la misma persona, en otro instante.
Akram asintió, sus ojos brillando con reflexión:
—Sí… el necio no carece de mente, sino de brújula. Ve el camino recto como un atajo, y el rodeo como un camino recto.
Todos rieron, pero en sus ojos brillaba un destello oculto: comprendieron que la estupidez no es solo un error individual, sino una lección sobre la diversidad humana, y sobre la fragilidad del ser ante sí mismo.
De repente, la escena se quebró como si un telón cayera sobre otra historia.
En el pecho del niño resonó una pregunta que no se atrevió a pronunciar:
—¿Han venido a llevármelo?
¿O a devolverme lo que enterré intencionadamente?
Bajo el árbol, en la sombra que no parecía sombra, la representación había comenzado… y nadie podía retirarse, ni siquiera él.
—¿Quién es esta? —preguntó el hombre con voz ronca, temblando cada palabra, como si ya no confiara en lo que veían sus ojos. Se detuvo al borde de la escena, su cuerpo inclinado hacia adelante, como intentando adelantar con la mirada la verdad antes de que lo sorprendiera.
El joven no respondió de inmediato. Giró su rostro hacia ella, prolongando la mirada… sus ojos buscaban en sus rasgos un pasado olvidado, o una promesa que había tardado demasiado en cumplirse.
Luego susurró, y su voz se quebró entre memoria y arrepentimiento:
—Es ella sobre quien quisiste escribir… y no escribiste.
Sus palabras eran más condena que noticia.
Y continuó, con un tono que oscilaba entre el reproche y la ternura:
—Ella esperaba aparecer en uno de tus capítulos, pero quedó suspendida… entre una historia que comenzaste y no terminaste.
Dentro de sí, el joven gritaba, su voz elevándose desde lo más hondo de su corazón:
—¡La conocías!
Todo en ti advertía su llegada, pero te contentabas con acercarte y luego retrocedías…
como si temieras escribir la verdad y quedar atrapado en ella.
En ese punto, la escena se rompió, y el lugar cambió de repente.
La silla se llenó, pero sin estrechar a nadie. El hombre seguía aferrado al cuaderno, como si escribir se hubiera vuelto su única respuesta ante la existencia, ante todo.
Pero las sombras no permanecieron quietas. Desde debajo de los árboles, surgió el ser que, hace apenas unos instantes, era solo “una voz burlona”. Ahora aparecía con la forma de un hombre delgado, vestido con un traje antiguo, y sus ojos eran estrechos, como lentes de cámara que nunca parpadean.
Rió suavemente, un sonido que llenó el aire de un peso misterioso, y dijo:
—Finalmente decidiste verme.
Sé que te he molestado… pero créeme, soy el único que nunca te mintió.
El hombre permaneció en silencio, como si su voz estuviera cerrada dentro de su pecho.
Pero el joven se levantó de su lugar, con los ojos encendidos por la llama del reproche, y gritó:
—¡Éste es quien te encadenó!
¡Éste es quien te hizo escribir lo que agrada a la gente, y no lo que eres!
La sombra respondió con calma, su voz fría, pero capaz de atravesar el silencio:
—No soy más que tu espejo cuando apagas la luz.
Soy tus pensamientos que rechazaste, porque temías enfadar a alguien.
Soy lo que no escribiste, porque temías que no se entendiera.
Dijo el hombre con la capa, avanzando un paso ligero, su cuerpo moviéndose entre la sombra y la luz:
—Eres la tentación del poder, cuando transformas el pensamiento de un medio de verdad en un medio de escape.
Se adelantó una mujer, con los ojos húmedos, y los movimientos de su cuerpo decían lo que las palabras no podían:
—Y yo… fui su víctima.
Cada vez que sentí algo hacia mí, era él quien te convencía de retroceder.
Cada escena que escribiste sobre mí, la borró antes que tú.
El hombre retrocedió un paso, y sus pasos sobre la tierra dejaban un eco tenue, como si la sala misma respirara con él. Su aliento temblaba, y su mano temblorosa apartó algunos papeles de la mesa, que cayeron al suelo como intentando escapar del peso de la verdad que los quemaba.
Dijo con voz vacilante, interrumpida entre cada palabra:
—Pero… tenía miedo de hacerles daño si lo desafiaba.
La sombra sonrió, una sonrisa fría y tenue, como una luz débil que cae sobre el corazón del hombre antes que sobre sus ojos, y sus bordes se movieron con un flujo misterioso:
—No, temías hacerte daño a ti mismo al decir la verdad.
Y en ese instante, el niño avanzó desde entre las sombras, sus pasos ligeros como si la tierra respirara con él, sus ojos brillando con un coraje inesperado, y sus labios temblaron levemente antes de hablar:
—¿Lo asustas porque eres real?
El hombre tembló, quedó paralizado, como si todo el mundo se hubiera reducido a ese instante, entre él y esos ojos brillantes. La sombra guardó silencio un momento, luego se sentó lentamente en el suelo, su espalda relajada, pero su presencia despertaba un miedo sutil en el lugar:
—Asustarlo mil veces… es mejor que tranquilizarlo con una sola mentira.
Entonces, las voces internas se alzaron en el jardín, los susurros de los presentes parecían sentarse al borde de las sombras, el eco de la ansiedad y la curiosidad rodeaba las columnas, resonando entre las paredes blancas que encerraban el jardín, hasta que parecía que el propio lugar quería participar en el diálogo.
La madre abrió la boca, su voz baja pero penetrante, que surgía desde lo más profundo de la nostalgia y la preocupación, y su mano se movía con suavidad como tocando el corazón de cada uno a su alrededor:
—Todos ustedes son mis hijos.
Pero solo uno de ustedes… será quien vuelva al final de la noche a tocar la puerta.
El escalofrío se extendía por los rincones del jardín cerrado, pero las sombras seguían desplegándose sobre la tierra y las paredes, como si se tiñeran con el parpadeo de la luz que se colaba por las ventanas, dibujando sobre los muros, y parecieran espíritus presentes, moviéndose entre los presentes, las sillas y los libros, observando cada gesto, cada latido.
Todos miraban a su alrededor, los ojos entrelazados en curiosidad y desconcierto, captando los sonidos del alma, el temblor de los dedos, el destello de la luz en los rincones ocultos, buscando un sentido que no podían comprender, salvo él.
Él solo… comprendía por completo, y parecía que el tiempo se hubiera congelado en su pecho, y que todo lo que lo rodeaba se había convertido en un escenario de recuerdos, voces y sombras de las que siempre había intentado huir.
El silencio se prolongó por un minuto entero, pesado, casi haciendo que las paredes se encogieran alrededor de los presentes. Cada hoja sobre la mesa, cada movimiento de un dedo, cada parpadeo, resonaba en el espacio. Las sombras comenzaron a moverse lentamente, como si respiraran, coloreándose sobre los muros y el suelo, entrelazándose con los rayos de luz que se filtraban por las ventanas, y parecían espíritus suspendidos entre el pasado y el presente.
El niño se sentó en el suelo, pero no desapareció de las miradas. Sus ojos se desplazaban entre todos, a veces brillando y cortando las sombras de la habitación, como una pequeña llama que revela lo oculto en los corazones. El movimiento de sus hombros, la sacudida de su pequeña cabeza, era suficiente para reorganizar los gestos de los mayores, como si su presencia impusiera un equilibrio secreto sobre todo el lugar.
La sombra se levantó un poco, avanzó, y parecía que todo el lugar respondía a sus pasos lentos. Luego habló, con una voz que surgía entre dos silencios:
—Cada uno de ustedes… carga una parte de la verdad que ha escondido de sí mismo.
Cada gesto, cada sonrisa, cada miedo… es un espejo para ti.
La madre, con la voz temblorosa, como si las palabras estuvieran a punto de romperse entre sus labios, continuó con claridad punzante:
—A veces creemos que protegemos a nuestros seres queridos, pero en realidad los asfixiamos con nuestro miedo… y con nuestro silencio.
El hombre levantó la cabeza lentamente, sus ojos encontrando a las sombras, como intentando unir lo que hay entre la luz y la oscuridad. Sus palmas temblaron, tocando cuadernos olvidados sobre la mesa, cuyas páginas se iluminaban con la luz del sol, pareciendo ojos abiertos sobre el pasado. Susurró para sí mismo:
—¿Es esto lo que soy? ¿O lo que temí desde el principio?
Todos a su alrededor parecían formar parte de un sueño vivo, sostenido por la luz del tiempo y sus sombras. Algunos inclinaron la cabeza hacia adelante, esperando una señal, otros giraron hacia los demás, como intentando leer los secretos de la habitación. Cada pequeño sonido, cada entonación, tenía peso; cada risa o susurro se expandía en el espacio formando ondas sutiles de ansiedad y curiosidad, cruzándose con los ecos de un tiempo que ya no vuelve, recordando que todo allí conserva su propia poesía y espíritu.
De repente, la sombra se movió lentamente, y parecía que todo el lugar captaba su ritmo. Se acercó al hombre, paso a paso, hasta quedar frente a él, con voz tranquila pero perturbadora, como el palpitar de un corazón alterado:
—¿Ves ahora? ¿Sientes todo lo que intentaste ignorar? Cada vergüenza, cada retroceso, cada miedo… es parte de ti, una parte que aún no has escrito.
El hombre retrocedió un paso, pero permaneció en su lugar. Su corazón aleteaba como una mariposa atrapada entre sus alas, y cada respiración se mezclaba con el parpadeo de la luz, con el titilar de las sombras, con el brillo en los ojos de los presentes, hasta que todo el espacio se convirtió en un escenario vivo, separado de la verdad únicamente por una luz tenue que surgía de la luna lejana y por un silencio que ahogaba, y por una voz interior que gritaba con nostalgia:
—Si hay un comienzo para todo… debe terminar aquí con la confesión.
Aquí recordó que, cuando caminaba bajo la luz de la luna, sentía que él caminaba con él, acompañándolo como un amigo solitario, escuchando su silencio y custodiando sus sueños. Y cada vez que cerraba los ojos en la infancia, él permanecía allí, como si se sumergiera en su espíritu para recordarle que nada se pierde por completo, y que todo lo que había visto y sentido se revelaría algún día, de una forma u otra.
Al crecer, y al estar de pie en los callejones iluminados de Damasco, viendo las paredes inmóviles y las sombras reflejarse sobre los adoquines, la luz de la luna seguía caminando a su espalda, siendo testigo de cada ansiedad y cada alegría, recordándole que la infancia no desaparece, sino que se aligera en el silencio del corazón y en el espíritu.
Durante los días del asedio y los temores en el cautiverio de la mente, levantaba la cabeza y observaba la luna, como si fuera el único que conociera su verdad, escuchara su silencio y guardara su secreto. Y, al mismo tiempo, le recordaba que los sueños de la infancia, su alegría y su soledad, no se desvanecen, y que encontraría su camino para realizarlos, y que sus emociones y esperanzas permanecerían confiadas a este testigo silencioso.
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